Lo que se
nombra, cuando se habla de la poética de un escritor o de su obra, es o bien el
universo que está en la base de su visión del mundo y de la historia humana, o,
más obviamente, la conciencia que quien escribe tiene de su propio quehacer
literario; y parece que esto último es lo que se esperaría en relación con mi
escritura. Y lo que tengo que decir enseguida es que, por gracia o por
desgracia, no tengo yo ninguna idea clara, y, por lo tanto mínimamente
sistemática de una poética en el doble aspecto al que me he referido; pero que,
si la tuviere, creo yo que tendría que seguir el consejo de Soma
Morgestern en relación con la filosofía de un escritor, y hacer con esa poética
lo que los patos con el agua en cuanto sacan la cabeza de él; esto es, sacudirme
enérgicamente. De manera que la única posibilidad que yo tengo de dar cuenta de
lo que se enuncia como la poética del narrador es precisamente insistir en
mi convicción ya muchas veces explicitada de que quien narra es, en
realidad, muy poca cosa, se le regala todo, y, en último término, sólo tiene
que olvidarse de sí mismo, y ser fiel a los rostros que ve, a las voces que
escucha, a las historias que en sus adentros se le cuentan.
El escritor de
historias no precisa de nada más que de un papel y un lápiz o una pluma, decía
Faulkner con toda razón, refiriéndose a la libertad económica, pero es que el
escritor tampoco necesita libertades de ninguna otra clase, ni siquiera las de
su persona física, como la historia de la literatura nos ha mostrado con
ejemplos por docenas. Ni precisa tampoco de reconocimientos de ningún tipo,
excepto de uno solo: que un único lector, uno sólo, se sienta zarandeado en su
inteligencia y en su corazón por una sola página de una historia que el
escritor le ha contado, o un poema que le ha entregado, porque lo que está
escrito escrito está, como el canto del ruiseñor o del cuco están cantados, los
oiga alguien o no, y la rosa florece porque florece, en el verso de
Angelus Silesius. Así que no sé verdaderamente si el narrador, como quien
escribe poesía, necesita la conciencia de tener una poética.
En una carta al poeta griego
Yorgos Séferis, escribe Th. S. Eliot que cada día resulta más difícil hacer un
poema porque somos conscientes de estar componiendo un poema, y, al fin y al
cabo, esto es lo que el Maestro fray Luis de León quería decir, cuando
aseguraba que sus poemas eran cosillas que se le habían caído de las
manos. Y esto implica, me parece a mí, la afirmación de una gratuidad
y una cierta inocencia del poeta, pero también del narrador, respecto a su
obra, y por lo tanto, una actitud ante ella que dista totalmente de la actitud
de un orfebre o un demiurgo creador de mundos, y, en consecuencia de estar
actuando una "poiesis" o poética, que es decir estar realizando un
acto creador "ex nihilo", que, por otra parte, resultaría, al mismo
tiempo una pretensión absurda, y un acto de "hybris", en el
sentido fuerte de la palabra griega, un desafío a los dioses, inútil y
trágico.
De modo que, en
este sentido, me veo sin poética alguna, y no les podría decir a ustedes cómo
se hacen mundos. Pertenezco a la familia espiritual de quienes piensan que este
mundo es lo suficientemente hermoso, y la vida humana lo suficientemente
excitante y de tan trunca naturaleza, que contar sus historias, esperanzadas o
trágicas es suficiente maravilla, como para que se desee hacer otra cosa
que tratar de poner un cristal lo más fino posible entre lo que quien escribe
ve en ese mundo y el lector. Otro asunto es que se desee dedicarse a la
construcción, que también en literatura es algo tentador y se valora
extraordinariamente, pero, como diría Max Frisch, los hombres son lo
importante, y el Diluvio Universal -ese asunto de las grandes
construcciones retóricas y épicas, y los grandes espectáculos- puede
improvisarse.
Pero tampoco,
si por poética de un autor se entiende una determinada concepción de la
narración y de su técnica, -si es que ésta existe-, tendría que ver algo conmigo,
o yo con ella. Una narración me es simplemente reclamada por la presencia en
los adentros de una historia, y más frecuentemente de unos personajes, pero yo
no elijo ni conformo. De manera que no escribo lo que querría, sino lo
que me sucede, y no podría elegir y construir lo que eligiese conforme a
las reglas recomendadas o canonizadas por quienes detentan "las Tablas de
la Ley y los Profetas" de los productos literarios, o según los gustos del
público. Me parece que de este modo no podría sino actuar como un "deus ex
machina", levantando un edificio o fabricando, una historia postiza, un
producto con destino a ser admirado y consumido, y, por esto mismo, un perfecto
"ens fictum". O, para decirlo de otro modo, que me comportaría como
un escritor olímpico o demiurgo, tratando de crear o creyendo crear, o, al
menos, manipulando el mundo como arcilla o plastilina, rehaciéndolo a voluntad.
Pongamos por caso como los artistas de la segunda modernidad que se alzaron
contra la belleza y la carne misma del hombre porque ya no habría hombre como
un yo, sino, tal y como lo explicita con absoluta precisión el crítico y
estudioso del arte Enrique Andrés, y a propósito del retrato, "sólo
objetos plásticos moldeables a voluntad dijeron los artistas encontrar donde antes
hubo sangre, alma y huesos", y "esto es lo mismo que decir que la
naturaleza humana no está hecha de más materia que la política y sus
metamorfosis, como una imagen de Warhol refleja".
Esto es algo que ocurre
paralelamente en la literatura, y la dogmática literaria de "la
modernidad" enunciará el "locus" mismo desde el que el narrador
debe mirar, como lo hace por ejemplo el señor Ignatieff, señalando los
límites de la atención de quien narra, que no deberá contar historias del
pasado, pero tampoco las de ámbito rural, sino únicamente las del hombre
urbano, paradigma del tiempo. A la vez que en otras dogmáticas se señala la no
necesidad de personajes ni de la historia, y sí única pero muy enfáticamente de
un lenguaje, y éste igualmente sin historia. Personajes e historia serán
sustituidos por modelos o paradigmas homologados del vivir, personajes que no
hacen sombra y son redondos, y estancias preferentemente negras o sangrientas,
pero sin la sombra nunca de lo trágico, porque ya no puede haber tragedia; y,
sin ir más allá, al rey Lear se le puede ahorrar la suya de un peregrinar
rumiando por el mundo su nefasta decisión de padre que ha repartido su
herencia, con su simple ingreso en una residencia; y nada especialmente
relevante sucedería si alguien mata a su padre sin saberlo o se casa con su
madre para obtener simplemente una experiencia. Y, en cuanto al lenguaje, éste
debe confiarse a la invención imaginativa de quien escribe, y no debe haber ni
un vocablo que sea canto rodado desde siglos, cargado de significados y
sonoridades. Esto es, que todo converge en el viejo aviso de la novelista
norteamericana Flannery O'Connor: «El oficio de novelista es una tarea
profundamente misteriosa que molesta al mundo moderno», y ésta es la que
podríamos llamar "la poética del siglo", efectivamente, y quizás
explica por sí sola que, aunque yo pertenezca al siglo, no tenga poética.
Pero sé
muy bien de dónde vengo, como es lógico; es decir, de qué familia y
complicidades intelectuales, sentimentales y espirituales, en suma; y lo saben,
así mismo, quienes me han hecho el honor de interesarse por mi escritura,
y han hablado, por ejemplo, de una poética de la atención hacia los seres que
sustentan la historia y son víctimas de su rodar, o han señalado que en mi escritura
la conciencia de lo trágico de la vida humana no excluye la luz ni la
felicidad, o mi preferencia por la oralidad y la simplicidad de la palabra, o
la búsqueda de que lo que acontece en el relato implique al lector.
Lo que sí puedo
y debo hacer, en relación con estas cuentas con mi propia escritura, es
aludir a unos cuantos aspectos concretos del oficio de narrar, abriéndoles
a ustedes algo así como la puerta del taller. Y el hecho de que diga "el
taller" significa, desde luego, que no me refiero a un laboratorio
olímpico de demiurgo, sino al oficio de narrador que es a la vez, muy ambicioso
-porque no pretende nada menos que levantar vida con palabras- y muy modesto,
porque el escritor es poca cosa en su escritura, y todo se le regala en ella,
como decía; pero, además, porque como advertía Martin du Gard, se entra en el
oficio y cada día en el taller, como se entra en religión, porque hay que
despedirse del propio "yo", y salir de la propia vida, para ser
otros, y vivir la vida de estos otros: los personajes de las historias que se
narran, y los sucesos que les ocurren.
José JIMÉNEZ LOZANO
'Betsabé en su baño' (1654), Rembrandt (1606-1669).
Tanto el escritor como el lector lo que precisan es salud, sensibilidad e inteligencia, retroalimentándose entre sí.
ResponderEliminar¡¡Feliz año, Mari Carmen!!
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