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El primero que concibió
el alcance inmenso que podía tener una traducción de la Biblia al idioma común
y corriente fue, famosamente, Lutero. En 1522 aparece un modo de escribir que
rápidamente se convertiría en lo propiamente literario del ámbito germánico.
Lutero estuvo atento al habla de la calle e incluso se dice que iba por los
mercados anotando expresiones como un profesor Higgins teutón. Lo cierto es que
el idioma alemán no existía, sino un sinfín de dialectos muchas veces
incomprensibles los unos para los otros. En este sentido puede decirse que
Lutero inventa el alemán literario al ingeniar una síntesis de gran belleza. Su
influencia sobre Herder, Lessing, Goethe o Nietzsche, proclamada por ellos
mismos, llega hasta las jeremiadas bíblicas de Bernhard.
Lo mismo sucede con la
Biblia en tierras inglesas y aún con mayor fuerza. La primera traducción de
intensa influencia es la de Tyndale, comenzada, por emulación, a partir de la
edición de Lutero. Sólo pudo acabar el Nuevo Testamento y parte del Antiguo,
pero sus discípulos la completaron y está en la base de la llamada Biblia de
Ginebra editada en 1560. Era la primera en usar el texto hebreo en lugar del
griego, pero el lenguaje mismo, el lenguaje literario de la Biblia de Ginebra,
contiene un ochenta por ciento de Tyndale según Harold Bloom.
La Biblia de Ginebra
tuvo una gran difusión y es la que leyeron Shakespeare, Milton, Spenser o
Donne, pero era de ideología puritana de manera que el rey Jacobo I encargó una
nueva versión para uso de la Iglesia de Inglaterra. Es la célebre King James,
que se completa en 1611. Esta será la Biblia común de ingleses y americanos,
una obra maestra traducida del texto hebreo (el Antiguo Testamento) y del
griego (el Nuevo). Escritores como Melville o Faulkner serían inconcebibles de
no contar con esta fuente siempre conspicua. Autores de muy distinta
musicalidad, como Dickens, Joyce o Jane Austen, son también hijos de tan
asombrosa obra de arte literario.
En España, como es
nuestro frecuente destino, eso no fue posible porque la prohibición de leer la
Biblia se prolongó hasta el siglo XIX. Y aún podríamos añadir que ni siquiera
en el siglo XX es una lectura literaria común, excepto entre los mejores, como
Juan Benet y Sánchez Ferlosio, lectores admirados de la Biblia del Oso, nuestra
traducción renacentista. El siglo XXI ya no necesitará que nadie la lea. Hemos
llegado a otro mundo y no está en éste.
La historia de la Biblia
del Oso y de su autor, Casiodoro de Reina, es una novela fascinante. Sorprende
que no haya dado pie a una serie televisiva en los periodos medianamente
liberales que hemos tenido en ese ente. Casiodoro de Reina era un monje del
monasterio de San Isidoro, próximo al centro urbano de Sevilla, en donde
burbujeaba la Reforma luterana con auténtico vigor. En consecuencia, él y otros
doce monjes se vieron obligados a huir en 1557 al saber que la Inquisición se
estaba interesando seriamente en sus ideas y trabajos. Bien hicieron, porque de
los cien que no pudieron escapar cuarenta murieron en la hoguera.
Se instaló primero en
Ginebra, pero la intransigencia calvinista le hastiaba y las ejecuciones le
repugnaban. Se exilió, entonces, a Londres donde llegó a ser nombrado pastor
con parroquia y pensión. Sin embargo, las relaciones diplomáticas con España
habían dado un siniestro poder a los espías de la Inquisición, así que hubo de
huir nuevamente en 1563. Su efigie había sido quemada en Sevilla un año antes y
su cabeza tenía precio. Buscó entonces refugio en Fráncfort, donde vivía su
suegro. El resto de sus días los pasará en constante trasiego entre esta
ciudad, Basilea y Estrasburgo.
La Biblia del Oso, así
llamada por la ilustración de portada, un oso en trance de arañar con sus
garras un panal, aparece en 1569 y es una de las más bellas y perfectas del
conjunto europeo. Tiene la peculiaridad de que, aun siendo obra de un creyente
protestante, contiene el entero canon católico. Su nombre es la transcripción
icónica del impresor, Samuel Biener (Apiarius), y juega con el oso de Berna y
las abejas del apellido. Cipriano de Valera, otro de los monjes que huyó de
Sevilla junto a Reina, editó en 1602 una segunda edición con algunas alteraciones
y esa es la biblia de los protestantes hispanos así como la de los literatos de
arte mayor.
Al igual que los casos
alemán, italiano o inglés, la escritura de Reina es un fabuloso ejemplo de la
lengua común castellana de su siglo, empleada con suma elegancia literaria. Si
la King James suele compararse con Shakespeare (aparece cuando se estrena The
Tempest), Reina puede hacerlo con Cervantes cuyo Quijote data de 1605. Así lo
juzga Menéndez Pelayo: "(Casiodoro de Reina es) el escritor a quien debió nuestro
idioma igual servicio que el italiano a Diodati". La frase (citada por
González Ruiz en su inencontrable edición de 1987) parece un sacacorchos, pero
se entiende: Reina inventa el castellano literario de la calle, por así
decirlo, como Giovanni Diodati inventó el italiano en su traducción de 1607,
obra maestra de la lengua de su país.
No obstante, la frase de
Menéndez Pelayo es extraordinaria porque, habiendo podido ejercer la influencia
que las traducciones bíblicas tuvieron en Inglaterra o Alemania, en España esto
no fue posible. Muy poca gente leyó la traducción de Reina en nuestro país.
Podía costarle la vida. Todavía en 1835, cuando George Borrow recorre España
intentando vender biblias protestantes, su vida pende de un hilo. Hay que leer
sus aventuras en La Biblia en España (hay una muy notable traducción de Manuel
Azaña), para darse cuenta de lo que debió de soportar. Casi hemos de ponernos
en Unamuno para divisar la influencia de la Biblia del Oso en algún escritor de
altura.
Pero entonces, si no se produjo
un efecto similar al del resto de Europa, una lectura doméstica del texto que
originara un estilo literario, ¿cómo explicarse la aparición en España de una
literatura en lengua vulgar, pero de gran elevación estilística? Comprendo que
cometo una imprudencia al dar mi opinión de un modo tan abrupto, pero tengo
para mí que el Quijote de Cervantes, cuya primera parte se edita en 1605 y la
segunda en 1615, cumple exactamente con las condiciones exigidas en ese momento
de fundación literaria en lenguas vernáculas europeas. Sus trescientas citas de
las Sagradas Escrituras confirman un extenso conocimiento del texto bíblico,
aunque no se ha podido establecer qué traducción llegó a sus manos.
Puede sonar como una
frivolidad de aficionado, pero ¿no podría ser el Quijote nuestra particular
Biblia y de ahí su enorme éxito, no sólo en España sino también en Inglaterra y
Alemania? Una Biblia laica, sin subida nobleza, pero mucha sagacidad, sin
grandeza quizás, pero con cálida fraternidad, sin heroísmo, pero con esa
simpatía que se da en los países pobres hacia los pequeños, los desvalidos, los
chiflados. Una Biblia aún más popular que la elegante traducción de Casiodoro
de Reina para un público algo más bajo, más vulgar que el lector protestante
norteño. Un libro que expresa igual o mayor desengaño que el que pueda leerse
en el Eclesiastés, igual o mayor fervor amoroso que en el Cantar de los
Cantares. Una Biblia descreída e irónica. Una Biblia para un país sin Biblia.
Félix de Azúa El País 26-mayo-2013
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