_He coleccionado esos libros
-dijo- no porque los entienda todos; porque la lengua de muchos de
ellos me es perfectamente desconocida; pero en el transcurso de mi
vida he aprendido que los poetas, cuando lo son en el verdadero
sentido de la palabra, deben ser incluidos entre los más grandes
benefactores de la humanidad. Son los sacerdotes de lo bello y, dado
el cambio continuo de opiniones sobre el mundo, sobre la vocación y
el destino del hombre, e incluso sobre las cosas divinas, ellos nos
transmiten lo que permanece siempre en nosotros y lo que procura una
felicidad perenne. Nos lo dan revestido de ese encanto que nunca
envejece, que se limita a estar ahí y que no quiere juzgar ni
condenar. Y aunque todos los artistas aportan el elemento divino en
esa forma exquisita, están ligados a una materia que ha de
proporcionar esa forma: la música al sonido y al timbre, la pintura
a las líneas y al color, el arte escultórica a la piedra, al metal
y cosas parejas, la arquitectura a las grandes masas de elementos
telúricos, todos han de bregar más o menos con esa materia; sólo
el arte de la poesía carece casi por completo de materia, su materia
es el pensamiento en su más amplia acepción, la palabra no es
materia, es solo la transmisora del pensamiento, del mismo modo que
el aire lleva el sonido a nuestros oídos. Por eso, el arte de la
poesía es la más pura y excelsa de las artes.
Adalbert Stifter; Verano tardío, tomo II La
expansión, pág. 354-355
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