A caballo entre Venecia
(donde enseña literatura), Trieste (donde vive) y Soria (donde nació en 1956 y
quiere volver a vivir), el novelista J. Á. González Sainz es uno de esos
escritores a los que hay que descubrir a pesar de su nombre, difícil de
retener, nada mediático, y que luego crea una adicción que hay que saber
dosificar. Porque su exigencia y su rigor son enemigos de toda premura. Habla
como vive: despacio, sopesando el valor de cada palabra. No se prodiga. Siempre
en Anagrama, desde 1989 ha publicado cinco volúmenes entre novelas y cuentos:
«Los encuentros», «Un mundo exasperado», «Volver al mundo», «Ojos que no ven» y
«El viento en las hojas», que ha salido hace pocos meses.
Aunque empezó estudiando ingeniería y ciencias
políticas en Barcelona, acabó licenciándose en Filología. Ganó su amor por las
palabras, aunque no deja de advertir de su mal uso: «Toda catástrofe política
empieza siempre por una catástrofe lingüística», arrancaba la primera Tercera
que publicó en ABC. Fundador e impulsor de la prestigiosa revista cultural
«Archipiélago», que codirigió hasta 2002 (y cerró en 2008) es colaborador de
ABC y de «El País», y de la revista fronterad, entre otras
publicaciones. Hablamos en la isla del Duero, en su Soria natal,
a un tiro de piedra del paseo que consagró su adorado Antonio Machado, el que
va de San Polo a San Saturio. Cuando callamos se escucha el viento en las
hojas de los chopos o el rumor del río. Su rostro de filósofo o escritor
centroeuropeo a caballo entre el XIX y el XX parece idóneo para el cincel de un
escultor, pétreo e impenetrable. Pero es una falsa impresión. Es un perito en
escuchar a la naturaleza y a los hombres. Da gusto caminar a su
lado. Piensa por sí mismo y no se arruga frente a la corriente ni a lo
políticamente correcto. Es decir, piensa. Por ejemplo, que «apropiación
indebida de fondos y conciencias es lo que han hecho los nacionalistas
catalanes».
—¿Cuál es
el estado general de su ánimo en este momento?
—[Se ríe]
Vaya, empezamos bien. Supongo que habría que distinguir, como siempre, entre un
ánimo más personal y un ánimo más colectivo, si hubiera lugar a esa distinción
tal vez táctica. El ánimo personal está bastante por los suelos. El colectivo,
aunque esté también por los suelos, no creo que nos podamos permitir que lo
esté, y en ese sentido tratamos de levantarlo todo lo posible porque creo que
es época en que hay que levantar esos ánimos sociales y en que cada uno tenemos
que pensar cómo ponemos nuestro granito de arena en construir algo que merezca
la pena, algo conveniente de verdad, y cómo quitamos un granito de arena a
muchas de las cosas ya construidas y de las inconveniencias de las que nos
hemos rodeado.
—Acaba de
publicar «El viento en las hojas». En ningún lugar se dice que son cuentos,
pero lo son. ¿Qué tienen en común, qué le decidió a agavillarlos?
—Bien, si nos
detenemos, como se suele hacer siempre, en la terminología, ahí tendríamos que
gastar un poco de tiempo y seguramente en balde. En principio es un libro que
pertenece al género de los cuentos o de los relatos o las prosas o textos
breves. Pero lo fundamental es que es un libro concebido como tal libro; lo
primero que se concibe antes del primer relato es la idea del libro como tal, y
luego poco a poco fui dando con sus fragmentos, con los relatos o las prosas
que lo componen. Como ha podido ver, hay un motivo que se repite, con
variaciones, con estiramientos de sentido, en todos los relatos: es el motivo
del viento en las hojas, del murmullo, del susurro que produce el viento en las
hojas de los árboles o de los arbustos. He intentado que a lo largo de los
relatos ese motivo se fuera cargando de significado, que fuera modulando un
itinerario significativo, que compete un poco también al lector irle dando
contenido. En un principio está ahí como un índice de lo irreductible, de lo
inextricable o inenarrable. Mi intento es llevar la prosa y la historia hacia
lugares lo más lejanos posibles en el camino de búsqueda de significado. Pero
hay momentos en que podríamos decir que esa prosa o esa búsqueda se dan por
vencidas, que ya no pueden más, que no saben, o que se hacen eco de algo
extraño y a la vez de lo más sencillo, impenetrable, que deja perplejos, y
entonces aparece el sonido de las hojas. Ese es uno de los sentidos que le
podríamos dar.
—Se
percibe también el deseo de no contarlo todo, son como fragmentos de vida que
el lector tiene que completar…
—Sí, el cuento, y se ha
dicho muchas veces, es el arte de la reticencia por antonomasia, por eso
siempre es más lo que no se cuenta que lo que se cuenta. Eso ocurre en el fondo
en toda buena literatura, que hay algo siempre por debajo, algo que fluye
por debajo, los acuíferos, si se quiere, de los que nutrirse anímicamente
luego, y todo final de cuento debería dar lugar a un espacio atronador de
silencio para que el lector urdiese en él las cosas que ahí se le habían dicho
tanto de forma explícita como implícita, y pudiera suponer una especie de
epifanía, de pequeña o gran epifanía, de apertura, de salida al campo del
sentido. En el relato esa parte implícita es poderosísima. Lo que tiene es que
muchas veces se ha producido una especie de plantilla canónica en el relato en
la que es fácil hacer trampas. En esa parte implícita se puede hacer mucha
trampa con sólo un poco de oficio: se tiene una ocurrencia, un pistoletazo de
salida, unos materiales, se dan unos pasos y luego ahí se las componga el
lector para ver lo que quiera ver. Trabajo de imaginación, de observación, de
memoria, de pensamiento y elaboración existencial es lo que hace falta, además
de la artesanía de la prosa. Hay demasiadas ocurrencias, charadas, fueguecitos
artificiales, carne cruda, gracietas… todo lo que hoy es en buena parte eso que
se sigue llamando arte. Yo intento trabajar una intensidad y una tensión,
recortando los pasos intermedios, la hojarasca realista que se puede poner en
los cuentos. No tengo nada en contra del cuento realista, construido como documento,
tanto lingüístico como social o personal, pero lo que me interesa es el cuento
como monumento, es decir, tratar de que todo lo que aparezca, tanto un objeto,
como una acción o un gesto, pueda engarzarse, entreverarse, en una fluencia de
significado. Dicho esto, la pregunta que se impone es la del sentido. Lo he
dicho muchas veces: yo no sé si la vida y las cosas de la vida tienen
sentido o no, si tienen mucho o poco, lo único que me convence por ahora es
que, de haber sentido, ese sentido estriba siempre en las palabras, es una
construcción de lenguaje. El tipo de literatura que pretendo hacer (otra
cosa es que se consiga o no y en qué medida) es la que le busca las cosquillas
a esa construcción significativa. Aunque lo que tiene la literatura es que, si
se ha llegado en ella en algún momento a producir sentido, por supuesto que con
la colaboración de la lectura, al poco se queda en nada o en casi nada. La
literatura deja algo o mucho, pero a la que te descuidas, o a la que pasa un
rato, se te queda en nada o bien en nada definido. A partir de ahí no se pueden
hacer edificaciones ni sociales ni científicas de conocimiento ni nada. La
literatura propone unas formas de conocimiento que probablemente escapan a la
que se deja de leer, o a la que se olvida un poco o se te pasa la lectura, a la
que no se vuelve a leer. En ese sentido es un conocimiento distinto del que
puede proporcionar la filosofía o la ciencia. No por ello sin embargo menor.
—¿Ese
cuidado en los detalles significativos tiene una raíz chejoviana? ¿Cuáles
serían sus maestros literarios a la hora de asomarse al cuento?
—Chéjov siempre aparece
ahí detrás. Pero hay gente en esto más papista que el Papa, más chejoviana que
Chéjov, y han creado una especie de plantilla o rodillo en los cuales no puede
haber por ejemplo digresiones o construcciones moralizantes o…, una cosa como
de dieta adelgazante y deportiva o de foto de chica perfecta de farmacia, sin
granos, sin celulitis… Y sin nada. Yo creo que esa poda que se hace buscando
una vamos a decir «literatura narrativamente correcta», esa poda es como de
seto de jardín francés. Creo en cambio que buena parte de las construcciones
vamos a llamarles edificantes de la novela de Dostoievski son extraordinarias,
que buena parte de las digresiones en el propio Chéjov o en Benet o Bernhard o
Sánchez Ferlosio son absolutamente maravillosas (bueno, quite lo de
«absolutamente») y a mí me parece que en esos descartes que hacen los
elaboradores de lo narrativamente correcto, en esos descartes puede haber gran
literatura. Y hay digresiones en Chéjov, pero también en él hay momentos de
concentración de significado que son claves, con detalles que me llenan, como
los que centran el relato en un objeto concreto, como el plato de cerezas, los
dos terrones. No sé cuáles serían mis maestros en el cuento, sé que me gustan
mucho los relatos de Pirandello, de Jiménez Lozano, que he leído muy a gusto
los relatos de toda la generación de medio siglo, de Hortelano, Benet,
etcétera, y he tenido siempre mucho interés por la literatura centroeuropea.
Creo que mucho relato en mi caso está pasado por Kafka o escritores de esa
área. Lo he dicho otras veces, pero para mí el modelo de relato fundamental es
la lucha de Jacob con el ángel, que me parece que es media página en la Biblia,
y ahí está todo. Ese relato, pasado por una tradición que bebe en Kafka. Jacob
viaja con los suyos, y a mí este ir con los suyos ya me supone un mundo para
intentar, como suelo decir, sacar punta. Siempre intento sacarle punta a
los detalles y las cosas. Los lleva al otro lado del río (hay un río, por lo
tanto, y un atravesamiento), vuelve, y entonces se le aparece algo o alguien
con quien lucha toda la noche. A consecuencia de lo cual acaba con el fémur
roto: y resulta que ha estado luchando con Dios. Riqueza inmensa de
significados y posibilidades, de alma, de resonancias, un modelo. A partir de
situaciones concretas, de pequeños detalles, de imágenes o sedimentos, intento
combinarlos con ciertos elementos de la naturaleza, o con ciertos objetos y
actitudes o destinos, y trenzar todo ello a ver si fluye hacia algún sitio. En
algunos casos me doy cuenta de que eso no fluye mucho, que no me lleva o no lo
sé llevar hacia ningún lugar o que no me satisface mínimamente, que no le he
sacado la punta suficiente. Entonces creo que es el momento de ponerlo en el
cajón o dejarlo que se llene de polvo. Habría entonces también otra
posibilidad: con un poco de oficio, eso se resuelve de cualquier forma y ya
está. Pero ahí es donde creo que se ve la trampa. Cualquier escritor con un
poco de oficio está estupendamente dotado para hacer trampas, la mínima trampa
para que no se note y resolver un relato.
—Empieza
su libro con una cita de Hölderlin, «A menudo quien interroga a su corazón dice
de esa vida que genera palabra». Es una de sus obsesiones, ¿somos sobre todo
lenguaje, porque el lenguaje nos permite tomar conciencia del tiempo y de la
existencia?
—Sí, claro, somos
lenguaje, lenguaje y tiempo (y también mala leche, que diría por ejemplo algún
personaje). De lo que trata fundamentalmente «El viento en las hojas» es del
tiempo, que aspira a proponer una suerte de declinación o refracción del
tiempo. Aparece en el hombre que se encuentra con su vejez a lo largo de un
camino…
—Que es
uno de los cuentos más estremecedores de todos…
—Puede, sí. Otro de los que más contento estoy,
aunque no sé si es ésa la palabra adecuada, «contento», es el del puente y la
niña: cómo el tiempo se lleva las cosas hermosas de la vida, el amor y la
sonrisa, los transcursos de todo, y nos aboca al vértigo y el abismo en cada
cosa. Pero reaparecen de nuevo en cada infancia. O el de las tres edades,
ambientado en el Café Comercial de Madrid. Siempre el tratamiento del tiempo,
incluso en un relato como el primero, que es el que sirve de vestíbulo, a lo
mejor el más clásico, el que está dedicado a Fernando Savater, «el de los
helados», como dicen los lectores, que quiere ser, como ha visto muy bien algún
crítico, un canto a la libertad. Entonces, efectivamente, la vivencia del tiempo
(y por lo tanto de la muerte) y el uso del lenguaje ( y por lo tanto, del
aspirar a que las cosas no mueran, no se queden en su ahí de puras cosas, para
nosotros) son dos de los elementos que nos hacen evidente y fundamentalmente
humanos, el desasosiego ante el tiempo y la desazón ante
la comunicación de lo que nos ocurre y lo que es, ¿no? Y Hölderlin, un autor
que aparece en otros libros míos, como «Volver al mundo», es uno de esos
grandes autores, como Machado, de cuyas formulaciones nunca se acaba de
aprender. Y en la cita aparece esa operación fundamental que es interrogar al
corazón y generar palabra. Interrogar cómo has experimentado.
—En la lección con la que clausuró la última edición del Máster de ABC/UCM recordó algo que muchos
hablantes parecen olvidar: que el lenguaje (sea de periodista o de novelista)
implica siempre «irremediablemente, alterar, hacer otros la cosa
y el hecho y convertirlos en una cosa o un hecho de lenguaje». ¿Cómo de grande
y peligroso es ese abismo que el lenguaje salva y convierte en otra cosa, en
palabras que dan nombre?
—Ese es
de los misterios más cruciales. Y ahora no tendría que utilizar lenguaje,
tendría que tocar o simplemente decir «ahí», «esto», «ahí está eso», para
aludir al mundo de las cosas sin pasarlo por ningún cernedero personal…
—Este
chopo, este río…
—Pero ya si digo
«chopo» o digo «río» ya digo muchas cosas, una retahíla inmensa de sugerencias
acumulada en toda nuestra cultura, que no es lo mismo que si digo «esto» o
«aquí», o «mira», «está eso» y señalo. Y «eso», en el momento en que lo
convertimos en lenguaje, pues ya tenemos un simulacro, simulacro, que eso nunca
hay que perderlo de vista. Lo dice muy bien Rafael Sánchez Ferlosio, que las
palabras nacieron para ser simulacro, ficción, repetición ficticia. Eso desde
este lápiz, o estos chopos o esta luz, que sería incluso no muy difícil de
compartir y llegar a un acuerdo, hasta algo que puede pasar ahí entre esas
personas de ahí, que uno le pega un tiro al otro por ejemplo, que ya sería más
complicado vernos de acuerdo. Vamos, desde este chopo a una acción o
sentimiento humanos, todo el campo de lo vivo. Ese paso al lenguaje es un paso
que nunca se acabará de hacer científicamente, de un modo perfecto, sin
residuo, y es por lo tanto lo más misterioso, y lo más terrible, pero también
lo más extraordinario: que seamos capaces de decir las cosas de la forma más
verídica, más sensata, más hacedera, cercana o conveniente, más acompañante.
Ahí habría que buscar una gama de palabras que sustituyera a «lo más objetivo»
o «lo más real». Ese es el misterio y el motivo por el cual hay ríos y ríos de
literatura, además de filosofía, de ciencia y demás ramas del saber, y tantos
intentos de tantas personas por poner eso que pasa ahí en el lenguaje de la
forma más precisa, simuladora o reveladora posible. Y ese es el motivo por el
que la buena literatura no le va a la zaga a la filosofía o a la ciencia;
vamos, eso es lo que voy creyendo.
—En esa misma lección se quejó de que a menudo el
lenguaje que usan los periodistas, y que todos acabamos usando, «se nos
desmigaje» y «sepa a podrido», y añadió poco
después: «Mentimos, mentimos con intención o por descuido y no se nos cae la
cara de vergüenza. Mentimos, es decir, queremos hacer creer con astucia, somos
falaces y desidiosos con el lenguaje, lo cegamos». ¿El desastre empieza siempre
en el lenguaje?
—Sí, eso pienso. No
tenemos más que abrir el periódico o escuchar una conversación de las de a
diario. Los periódicos de estos días, por ejemplo, recogen la carta del muy
imputable Jordi Pujol. Esa carta es un modelo de fraude y de manipulación del
lenguaje, como ha sido habitualmente el lenguaje de los nacionalistas
efectivamente existentes en este país, de un país que ha estado pendiente de
ellos continuamente y haciéndose según ellos querían y conseguían. Lo que
tenemos es, en buena parte, su obra y sus consecuencias. Nosotros somos generaciones
acostumbradas a que, cuando en los periódicos leemos la sección España, el 70
ciento, por poner una cifra, son siempre problemas de los nacionalismos. Nos hemos acostumbrado,
nos hemos hecho a ello, nos han hecho, nos han vaciado. La carta de Jordi Pujol
es para hacer un concienzudo análisis de texto. Pero tiene gracia: para empezar
con la magia de los números, el dispositivo nacionalista trata de sacar provecho
del número 14, de 1714 y 2014, pero el número que se les ha colado de rondón es
el 84, 1984, con todo lo que eso supone. Porque 1984 fue el año
en que el muy imputable, después de su toma de posesión, arengaba desde el
balcón de la Generalidad con aquella frase magnífica que recordaba Arcadi
Espada: «nos han hecho una jugada indigna. Desde ahora en adelante, de moral y
de ética hablaremos nosotros». Esta salida al balcón
fue a los pocos días de que el fiscal general del Estado interpusiera una
querella por el agujero de Banca Catalana, tanto a Jordi Pujol como a otros
directivos. Por el primer posible «desvalijamiento» de una banca a cargo de sus
directivos. El ejemplo, como todo en el nacionalismo, cundió. Lo mismo que el
esquema: ellos, o «ciertos sectores», o «determinada prensa» o «los españoles»,
como enemigo y culpable por definición de cualquier cosa, y, por otro lado, yo
(Pujol) o «Cataluña» o nosotros» como los decentes, los dignos y morales,
también por definición. Ni Euclides, con sus postulados matemáticos, ha sido
más tajante e ido más lejos. En esa identificación, que ha sido estudiada por
lingüistas como Portolés muy bien, en esa identificación de «yo», en el momento
en que le acusan de haber tenido responsabilidad en el agujero de esa
banca, con «Cataluña», con el «nosotros» del «nos han hecho una jugada
indigna», no sólo cabe que se escondiera el inicio de un proceso de
apropiación indebida de fondos, sino que se empieza a gran escala, construyendo
un gran dispositivo material e ideológico, la apropiación indebida de las
conciencias de los habitantes de Cataluña. No sólo de dinero,
pues, sino de convicciones y de conciencias y sentimientos…
—¿Y de un
modo de vida?
—Y de un modo de vida,
claro. Primero la confusión del sujeto, del «nos» mayestático en lugar del
«me», «me han pescado en esto», «me defenderé»… El «nos». Ese paso a «nos han
acusado a Cataluña» que crea un precedente de éxito. Y luego la inversión del
predicado: desde ese momento, con el «nos han hecho una jugada indigna», lo indigno resulta
que es el hecho de que funcione la justicia. Con lo cual la dignidad, a partir
de ese momento, parece que consiste en el no funcionamiento de la justicia, en
que los inmorales den lecciones de moral y monopolicen el aleccionamiento. Pura
inversión, puro mundo al revés. De ahí que el editorial conjunto en que los
periódicos catalanes apretaron sus filas «por la dignidad» sea más que
comprensible. Esas frases yo creo que no tienen desperdicio. Como no lo tiene
la carta de Pujol, con episodios estupendos, como cuando quiere «separar» ahora
el sujeto de la cuestión y, en la mejor tradición, inmolarse él, o cuando
relata que su padre estaba muy preocupado porque él, Pujol, se iba a dedicar a
la política y no a la actividad económica, separando también política de
actividad económica. Siempre el mundo al revés y un lío tremebundo y
fraudulento con el juntar y separar: uno de los grandes
problemas de nuestro país es la actividad económica ruinosa que han obrado los
partidos, lo que mueven a mal mover en detrimento de otras actividades de
creación de riqueza. Ese mundo al revés ya está construido. A través de la
educación, de la formación de masas, a través de un despilfarro de dinero
descomunal (que yo creo que nunca se llegará a conocer) y de un descomunal
esfuerzo digno de otros menesteres han construido un dispositivo que son
asociaciones, instituciones, clientelismo, comunicación, y también creencias,
temores, sentimientos… Es un dispositivo, en el sentido de Agamben, poderoso.
Ese dispositivo es en el fondo bélico, entre comillas o no, que o va perdiendo
fuelle poco a poco o necesita enfrentarse con algo. Si quiere lo decimos con
cierto sentido del humor: a usted y a mí nos dan el dinero que en estos últimos
años se han gastado en la construcción nacional, controlamos la comunicación y
la enseñanza al modo en que lo han controlado los dispositivos nacionalistas, y
yo creo que somos capaces de convencer a los pingüinos de que si son bajitos es
por culpa de los cuellos altos de las jirafas. De cualquier cosa podemos
convencer a cualquiera con dinero, tiempo y una caña, con su señuelo
sentimental y su hilo clientelar. A cualquiera le puede dar por decir que
Cabrejas de Arriba tiene su identidad y muchas diferencias con Cabrejas de
Abajo, y que le iría mejor ser independiente, es posible, se puede hacer y
creer. Pero que sea conveniente, que sea inteligente, que sea justo para todos,
etcétera, etcétera, eso es otro cantar. ¡Cuánto esfuerzo,
cuánto trabajo, cuanto dinero y tiempo empleados para ir a peor! A lo mejor no estaría
mal pensarlo un poco.
—Pero
esta irrupción tan obscena del dinero en el asunto de la patria, que parece
algo tan sagrado, tan puro, ¿puede ayudar a resquebrajar la gran mascarada?
—No tengo
mucha confianza, porque de hecho mucha gente lo sabía o podía saberlo, pero no
quería saberlo. Lo que ahora se destapa, y esperemos que siga destapándose,
porque hay tela para rato (y ahí el papel de la prensa es crucial), puede
ayudar a mucha gente que no quería ver y que algo va a tener que ver. Pero por
un lado el dispositivo está muy aceitado para seguir tejiendo mundo al revés y,
por otro, las tragaderas del «pueblo», de un pueblo sin ciudadanos, están
hechas a todo.
—Antes de
que se desvelara el caso Pujol se han difundido dos manifiestos ante el desafío
del secesionismo catalán. Ambos parten de la constatación de que España vive un
momento crítico. ¿Comparte ese análisis y la idea expresada por algunos de que
son complementarios?
—No lo sé, es muy
posible, aunque el manifiesto federalista no lo tengo leído. Tengo ahí una
sospecha: que jueguen solo con una palabra que en este momento puede tener
prestigio, que es «federal». Estamos acostumbrados a jugar en el plano
comunicativo con palabras que pueden parecer golosas en un determinado momento
y que se presentan como la panacea de todas las cosas. Que yo entienda, y Sosa
Wagner lo explicó muy bien me parece que el otoño pasado, los regímenes
federales son bastante más rígidos que nuestro autonómico: en el sentido de que
hay unas cláusulas centrales que hay que cumplir a rajatabla. En un estado federal
desde luego la Generalidad catalana no habría podido hacer el recorrido fuera
de la ley que ha hecho durante este último tiempo. Contiene cláusulas de
cohesión evidentes e insoslayables. Me temo por eso que
mucha gente se agarra a la palabra federal como un comodín que va a
solucionarlo todo, sin ver lo que eso supone, y que en algunos casos supondría
que la parte de observancia de las directrices comunes fuera mucho más férrea
que lo que es ahora. El documento de la plataforma Libres e iguales, que yo
también firmé al día siguiente, me parece muy correcto, muy oportuno y
necesario.
—El
nacionalismo catalán ha sabido crear una quimera que tiene fascinada a mucha
gente que ha convertido la idea de un nuevo Estado llamado Cataluña en un
objetivo deseable. ¿Cómo se contrarresta un sentimiento?
—Yo creo que es muy
peligroso imbricar de sentimentalidad las cuestiones políticas. Produce
resultados catastróficos: leamos, no nos cansemos de leer el catastrófico siglo
XX. Yo creo que tanto los nacionalistas, como Podemos, según lo que he
escuchado, lo que quieren es subir al barco de la política toda la cuestión de
los sentimientos y las emociones. Un craso error, ya lo
hizo muy bien Goebbels, ya lo hizo muy bien Münzenberg. Cuanto más se lleve la
política a cuestión de racionalidad, de análisis, de hechos, de contrastes, de
contraste de intereses y pareceres, de ejercicio de derechos y deberes, de pactos,
de deliberación, mucho mejor para todos. Lo que pasa es que somos muy párvulos
en cuestiones de política. Por ejemplo, me permitiría aconsejar
que todos los políticos, y los aspirantes a tales, y en general los que se
tienen por ciudadanos, leyeran por ejemplo el libro de Aurelio Arteta «El saber
del ciudadano», porque ahí hay una serie de elementos básicos para entender qué
es esto de la democracia, y que no es solo un comodín o una palabra bonita. Es muy curioso que
cualquier persona tenga que hacer un sinfín de cursillos para ocupar cualquier
puestecito hoy día y que sin embargo un político no tenga que saber o no se le
pidan explicaciones de una mínima cultura política.
—Ha
mencionado el fenómeno Podemos. ¿Cómo lo explica y en qué medida son responsables
de su éxito los dos partidos que se han repartido el poder en las últimas
décadas de la vida política española?
—No lo tengo observado
suficientemente, porque solo he asistido a dos de sus presentaciones. Las seguí
con atención, pero no veo televisión, que es según tengo entendido donde han
hecho carrera. Creo que hay muchas cosas mezcladas ahí, ni todas positivas ni
todas negativas. Por una parte han conseguido acaudillar curiosamente la
reacción, el hartazgo ante los partidos políticos que han gestionado la última
etapa política y económica de nuestro país, desde el PP hasta Izquierda Unida
inclusive, que son por ejemplo los que estaban en los
consejos de administración de las Cajas de Ahorros, los que han gestionado
nuestra política, los que han hecho sus pactos y cometido todo tipo de
corrupciones, y ahí han estado todos, los nacionalistas, el PP, el PSOE e
Izquierda Unida: el viejo sistema de los partidos, que se ha convertido en una
partitocracia en lugar de consolidar y profundizar una democracia. Y digo
curiosamente porque lo curioso es que parecen haberle puesto el cascabel al
gato de ese hartazgo ellos, seguramente por sus habilidades en el mundo de la
comunicación, pero no sólo por ello, y no por ejemplo, en tan gran
medida, partidos como UPyD y Ciudadanos, que lo habían denunciado antes de
forma más contundente e incluyendo por supuesto en la cueva de Alí Babá y
los cuarenta ladrones a los nacionalistas (para con los que Podemos es
increíblemente ciego o tuerto) y también se proponen
como un cierre de esa época y el inicio de otra. En lo que he oído me parece
que hay en Podemos varias almas. Hay un alma más libertaria, que, en lo que no
tiene de pura filfa, a mí me resultaría más atractiva. Un alma crítica, con la
que uno estaría más de acuerdo en criticar por ejemplo la deriva de la
economía financiera, que es uno de los problemas capitales, pero que no se
resuelve con mamarrachadas ideológicas ni fantasmadas del pasado... Y luego me parece ver
una parte más bolchevique, más autoritaria, como de funcionarios obtusos pero
con gancho comunicativo, más atarugada y zote, populista, populachera, demagógica
y utilizadora de sentimientos y armas comunicativas que llama a rebato a
resentimientos, dogmatismos y cegueras…, pero también buenos sentimientos de
muchas personas... Pero los sentimientos políticos son también el odio, el
rencor, el deseo de venganza por lo que sea, de linchamiento, todo ese tipo de
cosas... Hay a disposición de todos mucha literatura del
silgo XX europeo en que ver cómo empiezan y cómo acaban esas cosas y cómo se
dejan enrolar la mejores personas en principio y los mejores sentimientos. Entonces, en un país
tan desmedrado educativa y moralmente, vamos a ver. Vamos a ver qué dan de sí
estos nuevos partidos, no solo Podemos sino también UPyD, Ciudadanos… y sobre
todo vamos a ver que damos de sí los ciudadanos de a pie cada uno por nuestro
propio pie.
—Hay un
movimiento de revisión, incluso de tabla rasa, sobre la Transición. ¿Vuelven
los impulsos de querer empezar de cero porque nos empeñamos en olvidar o leer
la historia con anteojeras ideológicas?
—Sí, el mito de la
tabla rasa, del puño en la mesa, del dejadme solo que esto lo arreglo yo de un
plumazo, del ofrendar en el altar de la Ideología . Yo también lo sentí y
alimenté. Pero ya sabemos que a una ética de los principios y al
relato de los mitos hay que añadir una ética de las consecuencias y un relato
de los resultados de los distintos relatos. Y el siglo XX está ahí
para enseñarnos incansablemente el camino de las atrocidades. Ahora, no sé por
qué todas las líneas políticas incluyen como una especie de ristra de
chascarrillos históricos y una obsesión por hurgarse en las narices del pasado
hasta sacarse sangre, y yo creo que la historia conviene
dejarla sobre todo a los historiadores. Hay que abrirles todos
los archivos, darles todas las facilidades, para que expliquen y revisen lo que
haga falta nuestra historia con todas sus complejidades y perspectivas. Pero una de las cosas más
nefastas es la utilización política de la historia y del dolor humano, como la
utilización política de los sentimientos. Cuanto más sepamos de
qué se trata la política y qué es útil para la mayor parte, para su convivencia
y prosperidad, menos iremos a abrevar en todos esos barrizales. Una cosa es la
memoria personal y el trabajo con la memoria personal –las memorias personales
está muy bien que salgan, y requieren siempre ante hechos graves (como
ocurrió en Auschwitz) un periodo de silencio, de elaboración—, y esas memorias
son también elementos para los historiadores. Y otra cosa es la historia, que
creo que fundamentalmente hay que dejarla a los historiadores, y que los
historiadores nos la expliquen, y sobre todo hay que apartarla de la
manipulación que tienden a hacer de ella los políticos. Lo mismo que una cosa
es la justicia y otra el revanchismo. Ni memoria a todo
trance ni olvido forzado sino, como en todo, una dialéctica más profunda y
cuidadosa. Que los
políticos hagan política con otros juncos, con otros mimbres, que los hay y son
los más relevantes. Porque el pugnar por una sociedad no reconciliada, pugnar
por las heridas y no por un futuro renovado de justicia y profundización de la
democracia creo que no es el mejor camino.
—Su
escritura es lenta, parte de la necesidad de escuchar, lo que dicen los
árboles, los animales, las piedras y los nombres. ¿Tiene que ver con la
imperiosa necesidad de la atención, de la que habló tanto Simone Weil?
—Pues sí. Yo creo que
hay ahí un problema grave. Los escritores lo que deberíamos hacer es escuchar.
Lo que a mí me gusta es escuchar. Y sin embargo, ya ve, lo digo cuando llevo
media hora sin parar de disparatar. Parece que estamos
condenados a decir y a expresar más opiniones de lo que sería deseable. Pero la escritura tiene
ese primer momento de escucha, de escuchar a la gente, y casi todas las
personas tienen algo importante que decir, algo que enseñarnos, y atender a las
cosas, a las situaciones, a los destinos, a las conciencias que tienen las
personas de las cosas y también a las plantas o las montañas... Ese primer
momento de atención, aunque no te lleve a nada, es una forma suprema de vida.
El que te lleve a algo es ya cuestión de otras cosas. Muchas veces veo a una
persona y lo que deseo es que me cuente, preguntarle. Como escritor uno tendría
que estarse más calladito, prestando más atención, no como yo ahora. Otra cosa
es como ciudadano.
—¿Y los
periodistas mucho más?
—Y los periodistas
mucho más, aunque no es lo mismo. Y sin embargo estamos colaborando
continuamente en esta pajarería aturdidora de opiniones. Pero esa es otra de
las antinomias con que se construye todo.
—Si
tuviera que dibujar un camino entre «Los encuentros» y «El viento en las
hojas», ¿cómo sería ese dibujo, cómo sería ese camino?
—«Los encuentros» tienen ahora 25 años, y fue mi
primer libro de narrativa publicado. Yo ahí tenía 25 años menos y
era mucho más soberbio en la escritura que lo que soy ahora. En aquel momento tuve
la necesidad de crear una especie de prosa en la línea gongorina-benetiana, de
pura maquinaria de un lenguaje poderoso puesto altivamente en marcha. Eso se me
ha pasado en buena parte, ya no veo esa necesidad, intento ir simplificando
poco a poco el lenguaje. Esos párrafos tan estirados y apuestos que pretendía
antes ya no tengo necesidad de ellos. Pero fue un primer momento así de
irrupción con algo de soberbia. Me siento ahora bastante distanciado de ese
primer libro de lenguaje un tanto separado, pero en aquel momento consideré que
era lo que tenía que hacer. El trabajo con el lenguaje no ha bajado, pero tal
vez, si me pregunta por un dibujo de camino, en lugar de volar más a lo suyo,
excave. No sé.
—¿Concibe
la escritura como un camino de conocimiento y la novela la mejor forma de
plasmar esa topografía de la realidad física y moral?
—Eso creo, la prosa
narrativa, tanto el cuento como la novela, son, según se dice, un camino, un
ensayo de conocimiento (que es una buena distracción), por supuesto ni exacto
como el de las ciencias, ni conceptual como el de la filosofía. Con ella lo que
obtienes (a mí me gusta manejar mucho esta imagen) es como si en una fuente te
llenaras de agua el cuenco de la mano y en un momento determinado, justo tras
la lectura o en ella, tienes agua para beber, pero al cabo de poco ese agua se
te escurre, se te va, y tienes que volver a leer, y tienes que volver a
escribir. Pero pueden ser conocimientos válidos para el caminante, para la
vida. En ese sentido, y eso lo dice muy bien Jiménez Lozano, los libros
acompañan, los libros son buenas o malas compañías en la vida, durante toda
ella o durante un trayecto. Te acompañan más o te acompañan menos, los llevas
más o menos. A veces tienes la necesidad de pasar tiempo en la compañía de un
autor determinado, o bien de otro muy distinto. Cada hora del día o cada día o
período concreto de tu vida, según el temple que se tenga, tienes necesidad de
una determinada compañía. A veces hasta las que te aturden y te ponen la cabeza
como un bombo con majaderías o simplezas pueden acompañar un ratillo. Pero sólo
un rato, claro, porque dejan como un trapo y así está mucha gente.
—¿Qué
libros han dejado una huella más honda en su formación intelectual y
sentimental?
—Muchos, es una riqueza
inmensa la que tenemos a disposición. A veces dejan incluso huella algunos que
no crees. Yo guardo inmensa gratitud a muchos autores. Hay uno que es inaugural
para mí y que ha seguido siendo siempre importante, Antonio Machado, desde
que lo empecé a leer aquí mismo, bajo estos mismos chopos del Duero, planteándome
sin saberlo el problema de la representación y de la lectura como lectura de la
condición del bichejo humano que somos. Cuando decía «grises
alcores» era eso que yo tenía ahí delante, y que a la vez no estaba tan claro.
Primero porque nadie decía «esto es un gris alcor», ¿no? El problema de la
representación, y luego, tanto en los poemas como en el «Juan de Mairena», la
precisión y la honestidad inteligente de ese hombre. A partir de ahí la lectura
de los mal llamados autores del 98 y en seguida, la literatura centroeuropea,
que a mí me gustó tanto leer sobre todo durante una época que me hubiera
gustado ser uno de sus autores. Pero si yo tengo que decir dos novelistas
fundamentales para mí me es fácil decir Cervantes y Faulkner. Hay muchos otros, pero
cada vez que vuelvo a leer una novela de Faulkner me digo: pues, bueno, ya
está. Esto es. O cada vez que vuelvo a leer unas páginas de Cervantes, lo
mismo. Y quien dice Cervantes… Este invierno me he tropezado con la excelente
edición de Luis Gómez Canseco del «Guzmán de Alfarache» y ves que esa gente sí
que sabía escribir, eso sí que es escribir y poder de la escritura, eso sí que
es lenguaje de experiencia del mundo. Entre los clásicos y las distintas
literaturas uno va espigando lo que puede y se va quedando siempre con algo.
Desde luego si me pusiera a hacer una lista se me olvidarían muchísimos
nombres. Pero me importa señalar el aprecio por los autores de mi generación y
de generaciones anteriores. Siempre digo que me elegí de joven unos
padres terribles en la cultura española, Sánchez Ferlosio, García Calvo, Juan
Benet, que les he considerado como mis maestros, pero que en el fondo he
hecho mucho mejores migas con la generación siguiente, con Félix de Azúa,
Ignacio Gómez de Liaño, Fernando Savater, José Luis Pardo… o Félix Duque,
Guelbenzu… Toda esa generación de pensadores y escritores de la que me he
beneficiado no solo de sus libros, sino también, en algún caso, de su amistad y
diálogo. También tengo mucho aprecio a mi generación narrativa: Muñoz Molina,
Justo Navarro, Alejandro Gándara, etcétera, etcétera, cada uno con su aventura
narrativa. Y si cito, dejándome a muchos, a autores españoles es un poco por
provocación, pues lo que se estila, con suprema y ridícula cicatería a veces,
es nombrar sólo autores extranjeros. Me he pasado casi toda mi vida adulta
fuera de España y es penoso, o divertido, no sé, cómo algunos se suben fuera
por las paredes con tal de no citar a un autor de su lengua o su país.
—En una
entrevista reciente a cuenta de «El viento en las hojas» decía: «Creo en lo que
decía Pío Baroja de que la novela es como un saco roto donde cabe todo, y creo
que debe verse desde ese punto de vista. Hay que tejer bien el mimbre del
pensamiento, no lo puedes introducir sin más». ¿Sigue siendo para usted la
novela un artefacto capaz de entrelazar el pensamiento con la trama y que el
resultado sea útil para el lector que quiere volver al mundo y entenderlo?
—Sí, eso me sigue
pareciendo. Hay una novela que ha hecho ascos a muchas cosas y se ha quedado,
más que refinada, remilgada. La novela tiene que ser útil para la vida del
lector y no sólo para la historia de la novela, fecunda para entender y para
ver y apreciar y sentir más y mejor. Para ayudarnos también a padecer la
verdad. La distracción, el puro matarratos, es desde luego una utilidad, pero
no la más importante ni la única. Más que para matar el
rato o el tiempo, la novela creo que aspira a vivificarlo, a encararlo. A plantear una y mil
veces algo de eso que somos los hombres y de los motivos por los que hacemos lo
que hacemos, a hacernos presente y visible las maravillas del mundo y su eterna
ristra de ignominias y ruindades.
—¿Qué
clase de escritor es usted? ¿Y qué clase de lector?
—Uno nunca lee lo
suficiente, ni con la suficiente atención. A mí me gusta leer despacio,
subrayar, leer y pensar y dejarme llevar a lo que me lleve la lectura, dejarme
relacionar. Me gusta lo que tengo que releer más de una y dos
veces. Leer un párrafo y volver a leerlo, leer una página y volver a leerla. Y me gusta, o gustaría,
leer de todo, de todo lo valioso. Lo que tiene es que nuestra época, tan
tontorrona pese a sus ínfulas, parece confabularse para restringirnos el tiempo
y la calidad de lectura.
—La
muerte ha dejado de campar por los campos, las cunetas, las aceras y las plazas
del País Vasco, pero da la sensación de que muchos quieren pasar página a toda
costa, igualar a las víctimas con los victimarios, y tratar de imponer un
relato que no habla de vencedores y vencidos, de crimen y castigo. En sus novelas,
la cuestión del terrorismo es crucial. ¿Cómo vive estos movimientos de
cosmética moral y política?
—Bueno, necesitaría
estar ya menos cansado para intentar responder a su pregunta un poco como se
merece. Le voy a decir sólo una cosa: leo y oigo, con las mejores intenciones y
de personas que llevan luchando media vida, hablar de víctimas y victimarios.
Yo a estos últimos, para que no haya posibilidad alguna de confusión, les sigo
llamando asesinos. Luego habrá que distinguir, desde luego. Pero toda confrontación
se empieza a perder por el vocabulario que se emplea. Luego están los
inductores, los jaleadores, los justificadores, los coqueteadores, los que han
mirado para otra parte… toda la maquinaria de la amenaza, el amedrentamiento y
el beneficio cotidiano. Todo eso y mucho más está ahí y convendría recordarlo
por sus nombres.
—¿Cómo
acomoda su vida y sus tiempos vitales a la marea de internet, al ruido y los
estímulos incesantes?
—Muy mal, no los
acomodo. Me incomodan más bien, me voy defendiendo como puedo. «Me defiendo, me
voy defendiendo», se decía antes a veces ante la pregunta de qué tal le
iba a uno la vida. Pues eso. Como ante todos los grandes cambios tecnológicos,
lo inquietante es que vamos siempre a la zaga, que cuesta poner en pie un ethos y
unos hábitos saludables con los que utilizarlos y no ser utilizados por ellos y
que, sin ello, nos pueden arrasar lo bueno que teníamos. Supongo que hay que
manejarlos con cuidado, como todo. Sin dejar que nos avasallen. Yo he buscado
refugio al barullo general por esta zona que es de las más despobladas de
Europa: «Toque de retirada» se llamará quizá la novela en la que he empezado a
meterme si la logro.
—Ortega
solía hablar de un «proyecto sugestivo de vida en común». ¿Es eso lo que nos
falta?
—Sí, claro, pero las
sugestiones son peligrosas, resbaladizas, se fabrican a veces con materiales
muy averiados. Somos dados a sublimar, a dejarnos fascinar y sugestionar y
engatusar y, en ese río revuelto de las fascinaciones, hay siempre pescadores
furtivos y fraudulentos. Es uno de mis temas literarios, los jóvenes que se
dejan engatusar y acaban por ejemplo matando por esas sugestiones. Lo que nos
hace falta, creo, es un proyecto de vida justa, sensata, limpia, próspera, no
sectaria ni obtusa. Tirar por el camino del esmero civilizatorio y no por el
derrumbadero de la barbarie y la desfachatez. Dejar de construir burbujas
(incluyo las nacioncitas entre las burbujas de la construcción) y de darle erre
que erre a las monsergas, dejar de repetir los mismos errores con otros
collares y pensar en crear efectiva riqueza material y espiritual.
—¿En qué
medida el dibujo que va conformando su vida se parece al que soñó cuando empezó
a tomar conciencia de que la vida iba en serio?
—El
destino siempre nos pilla, más tarde o más temprano. Como todos, supongo, yo he
soñado ese pilla pilla o ese juego del escondite. Pero me he perdido en el
juego y ahora no sé si era juego o era de verdad, sólo que me hace daño, que me
he hecho daño, que lo he hecho, y no puedo despertar.
—Entre
«Hay muchísima esperanza, pero no para nosotros», de Franz Kafka, y la
apelación de André Comte-Sponville de vivir contra toda esperanza sin esperar
nada, ¿dónde se sitúa?
—Los miedos y las
esperanzas, sí. Estamos hechos de las dos cosas como de agua y minerales, las
células del miedo y las células de la esperanza nos componen en mayor o menos
medida. Y las hay sanas y las hay metastáticas. Más nos valdría carecer de
ambas emociones, supongo, pero eso habría que preguntárselo a Spinoza, que es
quien quizá más ha sabido de todo esto. El miedo puede
evitarnos el peligro y también puede ser el mayor peligro, lo mismo que la
esperanza, que nos puede insuflar fuerza y también hacer caer en la
desesperación. De todo ello trata y debe seguir tratando la gran
literatura.
—Un
periodista peruano comentó recientemente que el principal problema que tienen
los medios de comunicación españoles es su relación con la verdad, su falta de
respeto por los hechos, el ruido apabullante de las opiniones. ¿Está de
acuerdo?
—La pajarería de las
opiniones le llamo yo. Pero ojo, no todo es opinionismo, hay excelentes
analistas en nuestro país. Félix de Azúa, que es uno de ellos, ha vestido de
largo al artículo como género literario en su último libro y lleva razón. Por
faltar, faltan muchas cosas, como independencia por ejemplo, y respeto, claro.
Ahora también faltan lectores.
—¿Qué le
saca de quicio, si hay algo que le desquicia?
—Yo paso buena parte de
los días fuera de quicio, y ya no le digo de las noches. La noche, para quien
no duerme o lo hace mal, está hecha, a partir de una determinada edad, para
salir de quicio. Ahora bien, no todo es desquiciante para el fuera de quicio.
Fuera de quicio se sintoniza bien con muchas cosas, pues son muchas las que
andan igualmente desquiciadas. Una mente con una aguda conciencia de que está
fuera de juicio, lo mismo que una sociedad cuando asume que lo está, sólo puede
abocar a la tragedia. Pero, ay, cuando se entra en el quicio, entonces es
magnífico. La conciencia del dentro y fuera es, en puridad, la conciencia a
secas.
—¿Alguna
vez ha sentido la tentación de desaparecer, o de darle un vuelco a su vida?
—Muchas veces, como
todo quisque supongo. Cada uno lleva consigo su propio desaparecido. Yo a veces
hago buenas migas con él y a veces me desespera, sobre todo cuando trata de
aparecer a toda costa. Dialogar con el propio desaparecido de uno es una buena
costumbre. Ayuda en ocasiones a que uno parezca un aparecido.
—¿Y le da
miedo la muerte?
Vamos a
dejarlo para otro día.
—¿Y le
preocupa la trascendencia, lo que habrá después? ¿Necesita creer en algo
después?
—Me preocupa la
trascendencia en sentido estricto. Para mí todo es
trascendente (o eso es lo que quisiera), cada momento, cada planta, cada gesto,
cada cosa, cada vida. La inmanencia misma me parece de lo más
trascendente. Me da la impresión de que todo es su inmanencia y algo más, que
me está diciendo algo, que quiere algo, que puede algo, que me da a saber y entender.
Mi desesperación es no saber ni captar ni atender ni retener bastante. No ser
lo bastante lento y atento. En un mundo de agobio, de aturdimiento, de
velocidad y exceso de todo, en primer lugar de tontería, hay un camino en
reducir la escala, en acotar, delimitar, en ir a lo pequeño y despojado, a lo
elemental, para no enloquecer.
—¿Quién
es J. Á. González Sainz?
—Eso es
lo que yo querría saber. Habría que preguntárselo a él, a JotaA, que es
distinto a mí pese a que compartimos los dos apellidos, y seguramente
contestaría con sus libros. Él es sus libros, y yo el pobre diablo del que se
sirve para escribirlos.
"Interrogar al corazón y generar palabra." La literatura como camino, como ensayo de conocimento. La necesidad del escritor de prestar atención, de poner oido a los sonidos del mundo. Dos razonamientos que son aplicables tanto al escritor como al lector.
ResponderEliminarLa presentació de l'entrevista comença be i acaba malament, amb un comentari barroer.
ResponderEliminarIgual que l' entrevista, falta modestia en J.A. quan implicitament es compara amb l' autor de la Commedia. Isabel