miércoles, 29 de febrero de 2012

Con la cabeza llena de imaginaciones


Guardo este fragmento de un texto de Francisco Ayala en un cuaderno bastante viejo.
Habla sobre leer e imaginar la lectura a partir del ser como objeto del libro y de desear historias.

Escribo esto, y apenas escrito me acude a la memoria la estampa borrosa de uno de mis compañeros de estudios en los años adolescentes, un chico tan desvalido como ávido entusiasta de la literatura con quien mantuve amistad durante un par de cursos, y de quien nunca en toda la vida he vuelto a saber nada. Aquéllos eran tiempos muy negros, que la gente prefiere olvidar. En casa de este lejano condiscípulo mío no había libro alguno, con la única excepción de un antiguo y maltrecho recetario de cocina, cuya presencia allí parecía sarcasmo, pues la alacena estaba también por completo vacía. (...) 


Aquel incipiente pero ferviente aunque ayuno amante de las letras, mi compañero de curso, solía asomarse larga y repetidamente a los escaparates de las librerías - otros niños contemplan con goloso arrobo los de las confiterías- para hallar un demorado, envidioso recreo en la cubierta de las novedades editoriales, queriendo adivinar por el título del libro sus contenidos, el argumento de las novelas; y luego se volvía para casa con la cabeza llena de imaginaciones. 


Más tarde, ya al día siguiente, se ponía a contarme muy al detalle y con toda clase de incidentes el argumento que en su soledad había urdido para responder al título del libro cuya cubierta le había impresionado; y todavía, durante varios días después, se complacía en seguir alterando y complicando con diversas variantes la trama de aquella su libre creación (...).


A aquel chico, como a tantos otros condiscípulos de estudios secundarios, lo perdí de vista por completo para siempre, y no tengo la menor idea de qué habrá podido ser de él. (...) Supongo que, tan pronto como pudiera comprarlos, iría almacenando libros en su cuarto de estudiante. O tal vez no; tal vez desengañado con sus primeras adquisiciones, se los escribiera a su gusto y por su propia mano; o mejor aún, se los pensara a solas consigo y los almacenara en los estantes de la memoria para poder más tarde, al cabo de los años, en horas de la vejez, entretener o aburrir con sus relatos a unos eventuales nietos. 

1 comentario:

  1. ¡Qué bella estampa la de ese niño concentrado en su ejercicio de caligrafía! De vez en cuando el lector siente la necesidad de copiar, de guardar el texto que por alguna razón le complace como se mete algo en un cajón para que no se extravíe y así poder volver a él o compartirlo tantas veces como precise. ¿Cómo sobreviviríamos a la realidad sin que nos contaran y sin contarnos historias? Difícilmente. Incluso el no lector, sin apercibirse, explica y necesita historias cuando cuenta y recrea lo vivido. Mi hijo, a menudo, me hace narraciones de partidos de fútbol en los que reproduce lo que ha visto impregnándolo de una emoción tal que a mí me parece que en vez de fútbol me está hablando de otra cosa. Así pues, lo contado, aunque sea real, acaba pareciendo una ficción.

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