jueves, 2 de febrero de 2012

Marcos-Ricardo Barnatán, Las dos Giocondas



Para pensar sobre la historia y los significados que hay detrás de la existencia descubierta de otra Gioconda, reproduzco aquí, con su permiso, este artículo del escritor y crítico de arte Marcos-Ricardo Barnatán, que fue publicado en el periódico "El Mundo" en 2005.
Me cuenta que anticipó esta idea en 2003, en un breve publicado en su libro El techo del Templo (Alción Editor, Córdoba - Argentina).

LAS DOS GIOCONDAS

Es un secreto a voces que la Gioconda que veneran los japoneses en el Museo del Louvre es una mera copia del cuadro pintado por Leonardo, y que la verdadera tabla está colgada en permanente soledad en una silenciosa sala del Museo del Prado que casi nadie visita.

Al llegar al Prado suelo preguntar discretamente a un bedel por el lugar en el que se encuentra la Gioconda. Siempre sucede lo mismo. Al bedel le cambia la expresión, se pone algo nervioso, y se ve en la obligación de advertirme que el cuadro que busco no es el verdadero, sino una buena copia de época. Ante mi insistencia termina por indicarme la lejana sala donde voy a visitarla. Ahí está, magníficamente sola, espléndidamente ofrecida para mí en un espacio amplio y vacío.

La Gioconda de Madrid, en contra de lo que le sucede a su hermana de París, no tiene ningún cristal antibalas, ni altivos guardaespaldas custodiándola. Solemos charlar un rato. Me dice que vive tranquila, lejos del ruido de la fama. Son muy pocos los que como yo suben alguna vez a reconocerla, muy pocos los que se emocionan frente a su famosa sonrisa. Se ríe cuando le recito aquel poema de Kipling que habla de los dos grandes impostores de los que los hombres, y las obras de arte, debemos cuidarnos mucho: el éxito y el fracaso.

Los japoneses se ocupan de pagar las cuentas millonarias de la triunfadora de París, cada vez que se mueve de una sala a otra crecen los gastos. Cinco millones de euros ha pagado la Nippon Television Network por su último viaje vip por la Sala de los Estados del Louvre. Los servicios de seguridad que la protegen del desbordante público incluyen detectores que impiden que nos acerquemos demasiado, filtran la luz cenital, advierten de cualquier cambio de temperatura o humedad alarmante.

Mientras la verdadera Gioconda, la nuestra, la que vive su exilio en el Prado, está desamparada pero no triste. Asume su fracaso, su insignificante share en las implacables mediciones de audiencias. Nuestros técnicos ignoran si alguna malsana grieta la aqueja en secreto, nadie se ocupa de saber si pierde o no brillo su pintura excelsa, o si el barniz exterior tiende a amarillearla. Ningún análisis científico ordenado por mi querido amigo Miguel Zugaza, el director que sube el precio de las entradas. La Gioconda del Prado, la que conoce sin amargura las mieles del fracaso, me ruega muda que la acaricie. Lo hace con el gesto noble de un perro que pide el cariño de su amo.

1 comentario:

  1. Pedro García- Ramos4 de febrero de 2012, 18:49

    Dicen que la Gioconda ya no quiere ser francesa, que quiere ser capitana de la tropa aragonesa. Nuestra Gioconda es la verdadera y la copió Leonardo de un joven español que tenía en el estudio. Pedro García-Ramos

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