Vivimos en la escritura, entre escritura. Algo
nos empuja a escribir. Para empezar, que no todo va bien. Ni siquiera
casi todo. Sentimos la necesidad de crear y de concretar nuevas formas y
posibilidades de vida. Y de decirlo y hacerlo expresamente por escrito.
De mil maneras persistimos en ello o huimos de dejar constancia en
documento alguno. O firmamos, o ratificamos, o nos adherimos o nos
desmarcamos. No hace falta ser escritor ni considerarse tal para
proceder una y otra vez a escribir. Podría disiparse la cuestión
subrayando que necesitamos expresarnos, dejar dicho lo que pensamos,
explicarnos, justificarnos, hacer valer nuestras razones. Precisamos a
veces transmitir lo que nos inquieta, incomoda, provoca o alienta, pero
aún eso resultaría insuficiente para responder al afán que nos impulsa.
Otras, transcribir lo que pensamos, y no pocas escribirlo para ver si
somos capaces de llegar a pensarlo y a sostenerlo, o al menos a
entenderlo.
Hay razones de más envergadura que no siempre resultan eficaces, por ejemplo la de quienes consideran que escribimos para espantar la muerte. Tampoco es imprescindible pasar a la historia y, sobre todo, no hay prisa. La necesidad de producir una huella, una marca, es más que la de dejar testimonio, pero son compatibles. Nuestra propia identidad colectiva se afirma y confirma asimismo por un conjunto de textos. Y la difusión de las leyes comporta su promulgación.
Escribimos, nos escribimos, como modo de cuidarnos y de cultivarnos, de ensayarnos y de ofrecernos. Es lo que Foucault denomina “la escritura de sí”, que viene a ser todo un proceso de constitución de uno mismo. Nos desenvolvemos en entornos de inscripción. Nos vamos configurando entre notas, consideraciones, reflexiones, comentarios, anotaciones, recados, avisos, ensayos, estudios y tantos otros textos que de una u otra manera han requerido y requieren una acción de escritura. Y que forman parte de lo que somos y deseamos. Y en esa vorágine se desenvuelven nuestros afectos, nuestras emociones, nuestros sentimientos, nuestras convicciones y nuestros conceptos. Proseguimos escribiendo porque ninguna palabra o frase recoge de modo definitivo aquello que no se reduce a lo que ya sabemos ni a nuestro modo de saberlo. También nuestras dudas y nuestras necesidades nos alientan, nos desafían y nos impulsan como inserciones inscritas. Y como signos de escritura sostienen nuestra decisión de buscar crear una y otra vez condiciones expresas y con incidencia para que la palabra justa tenga materialidad.
La vinculación de la escritura con la memoria y el debate sobre su pertinencia o no para el recuerdo resulta decisiva. Ya en Platón, muy singularmente en la Carta VII y en el final del Fedro, se nos convoca a una escritura como simiente para que florezca en el corazón de quien la sabe escuchar. Que Derrida, en su texto La diseminación, llegue a hablar de “La farmacia de Platón” no hace sino incidir en que la escritura es phármakon, esto es, a la par remedio y veneno. Puede decirse entonces que es peligro y salud. Y bien que lo experimentamos.
Somos voluntad de decir y esto es más y algo otro que las ganas de que nos oigan, como si lo que hayamos de escribir fuera determinante y una aportación imprescindible. Pero inscribir nuestra palabra en lo que se viene diciendo es una tarea que se vincula a los primeros pasos de nuestro deseo de afirmarnos, desde los cuadernos de notas y los diarios, hasta los poemas, aforismos, reflexiones o los llamados pensamientos. Al escribir, escribiendo, vamos labrando, si no nuestra identidad, sí la identificación con lo que, con todo tipo de precauciones y de sordinas, llamamos estilo. Cada cual dice a su modo y en ello también cabe cultivarse. No ha de ser siempre ni precisamente de gran alcance literario o público, lo que en líneas generales resulta evidente. El estilo no es sólo un referente para los otros, es también un instinto, un estímulo, un proceso de constitución de la propia palabra, la que nadie dirá por otro. El estilo es asimismo implicación para transformar y transformarse. La escritura no es un simple acto solipsista o de exaltación de uno mismo. En ella pervive más o menos explícitamente una tensión de comunicación.
A veces adopta la forma de una cierta ascesis, de un ejercitarse en una adecuada consideración de la intimidad y del diálogo con uno mismo, de un encuentro con esa voluntad de decir que es una voluntad de palabra. No pocas veces sin embargo ello no impide, antes bien propicia, su difusión, su transmisión social y pública. Ni supone ignorar las vicisitudes colectivas en las que nos encontramos. Escribir también puede suponer dejar constancia, tomar posición, difundir, extender, expandir, para lograr un efecto de reverberación, una turbulencia, una incidencia. Y no sólo para buscar impactos, sino para producir un movimiento, la acción del decir que comporta la escritura. Escribimos para que más o menos explícitamente pase algo, nos pase algo. Y para ello no se requieren siempre objetivos específicos.
Escribir es incidir, hacer incisiones, cortes por los que se oxigena y respira la palabra. Como Platón destaca, la escritura se vincula con el conocimiento, en cualquiera de sus suertes, para crear y hacer aprender, en quien escribe y en quien con su lectura lo reescribe. De lo contrario, los discursos, en tierra infecunda, no germinan. Campo de juego, campo de batalla y campo de transgresión, la escritura se ve sometida a los avatares de nuestras palabras.
También hay una escritura que genera una determinada confusión, alguna difuminación. El propio autor puede funcionar como un agente de circulación de sus discursos, ocupado en generar accidentes. Pero también en este caso podrían producir efectos inauditos e inesperados, productos más de una especie de reacción química que de movimientos mecánicos. Los escritos se fluidifican en todo tipo de formatos, pero pervive el gesto imprescindible de escribir, gesto responsable de una faena infinita que no hemos de dejar de aprender.
En el impactante deseo de escribir para no morir al que Blanchot nos conmina hay sin embargo paradójicamente la constatación de una memoria, la de que la escritura es cosa de mortales. Que escribir sea para Nietzsche un grito y un estornudo, o para Derrida un parpadeo, no hace sino confirmar su corporalidad, su materialidad, su decisiva instantaneidad. Que cada día se despliegue de múltiples maneras no impide que se embosque más en una miríada de palabras en circulación.
Rodeados de escritos, su vaivén precisa la mirada cuidada de la lectura de quien se cultiva y es capaz de atender y de reescribir, sin quedar prendado de los incidentes y de las peripecias, de las ocurrencias y de los dimes y diretes. Precisamos hilos de lectura como filos de escritura, con urdimbre y bastidor. La escritura es también un modo de pensar. Y de hacer. El afán de escribir no ha de cegar su necesidad como acción de pensamiento.
Hay razones de más envergadura que no siempre resultan eficaces, por ejemplo la de quienes consideran que escribimos para espantar la muerte. Tampoco es imprescindible pasar a la historia y, sobre todo, no hay prisa. La necesidad de producir una huella, una marca, es más que la de dejar testimonio, pero son compatibles. Nuestra propia identidad colectiva se afirma y confirma asimismo por un conjunto de textos. Y la difusión de las leyes comporta su promulgación.
Escribimos, nos escribimos, como modo de cuidarnos y de cultivarnos, de ensayarnos y de ofrecernos. Es lo que Foucault denomina “la escritura de sí”, que viene a ser todo un proceso de constitución de uno mismo. Nos desenvolvemos en entornos de inscripción. Nos vamos configurando entre notas, consideraciones, reflexiones, comentarios, anotaciones, recados, avisos, ensayos, estudios y tantos otros textos que de una u otra manera han requerido y requieren una acción de escritura. Y que forman parte de lo que somos y deseamos. Y en esa vorágine se desenvuelven nuestros afectos, nuestras emociones, nuestros sentimientos, nuestras convicciones y nuestros conceptos. Proseguimos escribiendo porque ninguna palabra o frase recoge de modo definitivo aquello que no se reduce a lo que ya sabemos ni a nuestro modo de saberlo. También nuestras dudas y nuestras necesidades nos alientan, nos desafían y nos impulsan como inserciones inscritas. Y como signos de escritura sostienen nuestra decisión de buscar crear una y otra vez condiciones expresas y con incidencia para que la palabra justa tenga materialidad.
La vinculación de la escritura con la memoria y el debate sobre su pertinencia o no para el recuerdo resulta decisiva. Ya en Platón, muy singularmente en la Carta VII y en el final del Fedro, se nos convoca a una escritura como simiente para que florezca en el corazón de quien la sabe escuchar. Que Derrida, en su texto La diseminación, llegue a hablar de “La farmacia de Platón” no hace sino incidir en que la escritura es phármakon, esto es, a la par remedio y veneno. Puede decirse entonces que es peligro y salud. Y bien que lo experimentamos.
Somos voluntad de decir y esto es más y algo otro que las ganas de que nos oigan, como si lo que hayamos de escribir fuera determinante y una aportación imprescindible. Pero inscribir nuestra palabra en lo que se viene diciendo es una tarea que se vincula a los primeros pasos de nuestro deseo de afirmarnos, desde los cuadernos de notas y los diarios, hasta los poemas, aforismos, reflexiones o los llamados pensamientos. Al escribir, escribiendo, vamos labrando, si no nuestra identidad, sí la identificación con lo que, con todo tipo de precauciones y de sordinas, llamamos estilo. Cada cual dice a su modo y en ello también cabe cultivarse. No ha de ser siempre ni precisamente de gran alcance literario o público, lo que en líneas generales resulta evidente. El estilo no es sólo un referente para los otros, es también un instinto, un estímulo, un proceso de constitución de la propia palabra, la que nadie dirá por otro. El estilo es asimismo implicación para transformar y transformarse. La escritura no es un simple acto solipsista o de exaltación de uno mismo. En ella pervive más o menos explícitamente una tensión de comunicación.
A veces adopta la forma de una cierta ascesis, de un ejercitarse en una adecuada consideración de la intimidad y del diálogo con uno mismo, de un encuentro con esa voluntad de decir que es una voluntad de palabra. No pocas veces sin embargo ello no impide, antes bien propicia, su difusión, su transmisión social y pública. Ni supone ignorar las vicisitudes colectivas en las que nos encontramos. Escribir también puede suponer dejar constancia, tomar posición, difundir, extender, expandir, para lograr un efecto de reverberación, una turbulencia, una incidencia. Y no sólo para buscar impactos, sino para producir un movimiento, la acción del decir que comporta la escritura. Escribimos para que más o menos explícitamente pase algo, nos pase algo. Y para ello no se requieren siempre objetivos específicos.
Escribir es incidir, hacer incisiones, cortes por los que se oxigena y respira la palabra. Como Platón destaca, la escritura se vincula con el conocimiento, en cualquiera de sus suertes, para crear y hacer aprender, en quien escribe y en quien con su lectura lo reescribe. De lo contrario, los discursos, en tierra infecunda, no germinan. Campo de juego, campo de batalla y campo de transgresión, la escritura se ve sometida a los avatares de nuestras palabras.
También hay una escritura que genera una determinada confusión, alguna difuminación. El propio autor puede funcionar como un agente de circulación de sus discursos, ocupado en generar accidentes. Pero también en este caso podrían producir efectos inauditos e inesperados, productos más de una especie de reacción química que de movimientos mecánicos. Los escritos se fluidifican en todo tipo de formatos, pero pervive el gesto imprescindible de escribir, gesto responsable de una faena infinita que no hemos de dejar de aprender.
En el impactante deseo de escribir para no morir al que Blanchot nos conmina hay sin embargo paradójicamente la constatación de una memoria, la de que la escritura es cosa de mortales. Que escribir sea para Nietzsche un grito y un estornudo, o para Derrida un parpadeo, no hace sino confirmar su corporalidad, su materialidad, su decisiva instantaneidad. Que cada día se despliegue de múltiples maneras no impide que se embosque más en una miríada de palabras en circulación.
Rodeados de escritos, su vaivén precisa la mirada cuidada de la lectura de quien se cultiva y es capaz de atender y de reescribir, sin quedar prendado de los incidentes y de las peripecias, de las ocurrencias y de los dimes y diretes. Precisamos hilos de lectura como filos de escritura, con urdimbre y bastidor. La escritura es también un modo de pensar. Y de hacer. El afán de escribir no ha de cegar su necesidad como acción de pensamiento.
Ángel Gabilondo.
Catedrático de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid y autor de títulos como: Trazos del eros: del leer, hablar y escribir, (1997); Menos que palabras,(1999); La vuelta del otro. Diferencia, identidad y alteridad (2001); Mortal de necesidad, (2003); Alguien con quien hablar, (2007).
Un buen análisis de la escritura, muy interesante. Un gran hallazgo Mari Carmen.
ResponderEliminarEl afán de escribir, añadiría, el de leer, comienza porque como dice el artículo algo no va bien. Y es bueno que así sea. No seríamos, seguramente, lo que somos sin inquietud, sin interrogación. La escritura, la lectura surgen de la necesidad de comunicar, de transmitir, de salirnos de nosotros mismos e ir en desesperada, a veces, busca de interlocutor, como bien señaló Carmen Martín Gaite en su ensayo 'La búsqueda de interlocutor y otras búsquedas'. El espanto, el ahínco por entender, el deseo de "cuidarnos y de cultivarnos, de ensayarnos y de ofrecernos", de crearnos, de perfeccionarnos, de emocionarnos, de recordar y recordarnos, de curarnos, y, por qué no, de envenenarnos, son razones suficientes tanto para escribir como para leer. La escritora norteamericana Susan Sontag decía del acto de escribir: "Escribo para definirme, un acto de autocreación, en un diálogo conmigo misma, con escritores que admiro, vivos y muertos, con lectores ideales. Porque me da placer. No sé con certeza para qué sirve mi trabajo". Escritura y lectura deberían ser, como se dice más arriba en la cita del 'Fedro' de Platón, una simiente para que florezca en el corazón de quien la sabe escuchar.
ResponderEliminarEl lenguaje es algo consustancial al ser humano. De hecho es la clave de nuestra humanización. En el año 2010 el Centro Dramático Nacional representó la obra de Harold Pinter "Celebración". En el vídeo promocional, la actriz Lola Baldrich habla de "la agresividad de la incomunicación". En "1984" Orwell plantea cómo el poder necesita de una "neolengua" pobre y simplificada para dominar. No es necesario que Platón nos recuerde la vinculación de la lengua, y de la escritura, con el conocimiento. Ya sabemos en qué nos convierten las afasias. El lenguaje es el fundamento de la comunicación y la base de la memoria. Sin el lenguaje nuestra personalidad se diluye, se merman los recuerdos y nos convertimos en lo más frágil e indefenso de la naturaleza.
ResponderEliminarSin el lenguaje, desde luego, seríamos algo diferente de lo que somos. Sin lenguaje no sólo no hay comunicación sino que no hay nada. El lenguaje funciona, en cierta forma, como la mente. Producimos palabras, frases, textos, ya sean orales o escritos, de la misma forma que producimos pensamientos, pero sin saber cómo lo hacemos. Y parece que así debe ser porque de otra forma, la comunicación o el proceso de producción de pensamientos, sería imposible.
ResponderEliminarAhondando más en el artículo, la escritura, insisto, yo añadiría, la lectura, son también voluntad de expresarse, de conocer, con independencia de si hay o no interlocutor que escuche lo expresado o lea lo escrito. Buscamos, en los ejercicios mencionados, calmar nuestra inquietud, saciar nuestra sed, buscar una seguridad, pisar un terreno firme, aunque seamos conscientes de que no lo lograremos nunca porque nuestra, más que frágil, condición nos aboca a la imposibilidad de responder, no a todas, sino a una pequeña parte de las interrogaciones que nos acucian.
Para acabar una adivinanza de Isabel Escudero:
"Nada cuesta,
mucho vale:
fabrica todas las cosas
con aire".