“El profesor Gödel era un hombrecillo taciturno,
con la complexión de una pértiga y una apariencia que hacía pensar más en una
zarigüeya o en un ratón almizclero que en un genio de la lógica. Hacía dos años
se había incorporado definitivamente al Instituto, ocho después de haber
destruido, con un solo artículo, el conjunto de las matemáticas modernas.
A lo largo de más de dos milenios, las
matemáticas habían evolucionado de forma descontrolada, como un árbol cuyas
ramas se cruzaban, chocaban y se entretejían. Los descubrimientos de
babilonios, egipcios, griegos, árabes e indios, luego los avances logrados en
el Occidente moderno, habían convertido la aritmética en una especie de
monstruo de mil cabezas, cuya verdadera naturaleza nadie alcanzaba a
comprender. Aunque se trataba del instrumento científico más objetivo y
evolucionado de la humanidad, utilizado a diario por millones de hombres para
resolver problemas prácticos, nadie sabía si, en medio de su infinita
diversidad, era posible que las matemáticas contuviesen un germen en
descomposición, un hongo o un virus que desacreditara sus resultados.
Los griegos fueron los primeros en advertir esta
posibilidad, al descubrir las paradojas. Como constataron Zenón, y más tarde
otros estudiosos de la aritmética y la geometría, la estricta aplicación de la
lógica a veces producía sinsentidos o contradicciones que no podían resolverse
con claridad. Muchas paradojas eran conocidas desde la antigüedad clásica, como
la aporía de Aquiles y la Tortuga, que negaba el movimiento, o la paradoja de
Epiménides, según la cual una proposición se negaba y afirmaba a la vez, pero
fue en las postrimerías de la Edad Media cuando estas irregularidades
comenzaron a multiplicarse como una plaga maligna. Esta herejía, que ofuscó
tanto a los pitagóricos como a los Padres de la Iglesia, ponía en evidencia que
la ciencia podía equivocarse,
contrariamente a lo que se pensaba hasta entonces.
Para revertir esta tendencia caótica, numerosos
hombres de ciencia trataron de sistematizar las matemáticas y las leyes que las
gobernaban. Uno de los primeros en realizar esta labor fue Euclides, el cual,
en sus Elementos, intentó derivar
todas las reglas de la geometría a partir de cinco axiomas básicos. Más tarde,
filósofos y matemáticos como René Descartes, Immanuel Kant, Frank Boole,
Gottlob Frege y Giuseppe Peano buscaron hacer lo mismo en campos tan alejados
como la estadística y el cálculo infinitesimal, con resultados poco
concluyentes. Entre tanto, habían aparecido nuevas paradojas, como las
introducidas por Georges Cantor en su teoría de conjuntos.
Al iniciarse el siglo XX, la situación era aún
más confusa que antes. Conscientes de las aberraciones derivadas de las teorías
de Cantor, los matemáticos ingleses Bertrand Russell y Alfred North Whitehead
para tratar de reelaborar todas las
matemáticas a partir de unos cuantos principios básicos, tal como había hecho Euclides
dos mil años atrás, en lo que ellos denominaron la ‘teoría de los tipos’. Como
resultado de este método publicaron, en 1919, un tratado monumental, titulado Principia Mathematica –escrito entre 1910
y 1913 y basado en un opúsculo anterior de Russell-, gracias al cual debieron
desaparecer las incómodas contradicciones del saber matemático anterior.
Desafortunadamente, la obra era tan vasta y compleja
que, al final, nadie quedó convencido de que a partir de sus postulados podrían
derivarse todas las demostraciones posibles sin caer jamás en un sinsentido.
Poco antes, en 1900, David Hilbert, un matemático de la Universidad de Gotinga,
leyó durante la sesión de apertura del Congreso matemático de París una
ponencia que se conoció a partir de entonces como Programa Hilbert. En ella se presentaba una lista de los problemas
aún no resueltos por las matemáticas- la tarea para los especialistas del futuro-, entre los que
se hallaba, señaladamente, la llamada ‘cuestión de la completitud’. La pregunta
era, básicamente, si esta disciplina –o cualquier otro sistema axiomático- era
coherente y completo, es decir, si contenía o no contradicciones y si cualquier
proposición aritmética podía ser derivada a través de sus postulados. Hilbert
pensaba que la respuesta sería afirmativa, como señaló a sus colegas reunidos
en París: “Todo problema matemático
es susceptible de solución, todos nosotros estamos convencidos de esto. Después
de todo, una de las cosas que más nos atraen cuando nos dedicamos a un problema
matemático es precisamente que en nuestro interior siempre oímos la llamada aquí está el problema, hay que darle una
solución; esta se puede encontrar sólo con el puro pensamiento, porque en
matemáticas no existe el ignorabimus”
(…)
Su artículo [refiriéndose a Gödel], titulado ‘Sobre
las proposiciones formalmente indecibles de los Principia Mathematica y sistemas similares’, cayó como un cubo de
agua que destempló para siempre el optimismo de Hilbert. En sus páginas Gödel no sólo
demostraba que en los Principia Mathematica podía existir una
proposición que al mismo tiempo fuese verdadera e indemostrable –esto es, indecible-, sino que esto ocurría, necesariamente, con
cualquier sistema axiomático, con cualquier tipo existente ahora o que fuese a
existir en el futuro. En contra de las previsiones de todos los especialistas,
las matemáticas eran, sin asomo de duda, incompletas.
Con sus sencillos razonamientos, Gödel echó por
tierra la idea romántica de que las matemáticas eran capaces de representar completamente
al mundo, libres de las contradicciones de la filosofía.(…) Lo más sorprendente
era la sencillez con la cual Gödel había logrado su objetivo. Reformulando la antigua
paradoja de Epiménides –y, de hecho, el sustrato de todas las paradojas matemáticas-,
había hallado un teorema que probaba su hipótesis. (…)
En resumen, Gödel afirmaba que en cualquier sistema
–en cualquier ciencia, en cualquier lengua, en cualquier mente- existen
aseveraciones que son ciertas pero no
pueden ser comprobadas. Por más que uno se esfuerce, por más perfecto que sea
el sistema que uno haya creado, siempre existirán dentro de él huecos y vacíos
indemostrables, argumentos paradójicos que se comportan como termitas y devoran
nuestras certezas. Si la teoría de la relatividad de Einstein y la teoría
cuántica de Bohr y sus seguidores se habían encargado de demostrar que la física
había dejado de ser una ciencia exacta
–un compendio de afirmaciones absolutas-, ahora Gödel hacía lo mismo con las
matemáticas. Nadie estaba a salvo en un mundo que comenzaba a estar dominado por
la incertidumbre. Gracias a Gödel la verdad se tornó más huidiza y caprichosa
que nunca.”
Literatura, ciencia y divulgación; la socialización perfecta del conocimiento. Como dirían Eudald Carbonell y Robert Sala, por aquí avanzamos en nuestro proceso de humanización.
ResponderEliminarSe dice de la obra de Jorge Volpi que teje la tela de su narrativa entrelazando la ficción con la realidad y la investigación con la creatividad. Ha sido traducido a más de veinte idiomas y tiene publicada una extensa y variada obra donde despliega el mundo de sus intereses (ciencia, filosofía, política, historia, música) con títulos tan sugerentes como: 'Sanar tu piel amarga','El jardín devastado', 'Oscuro bosque oscuro', 'El temperamento melancólico', entre sus obras de ficción. Ensayos como: 'La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968', 'Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción', 'El insomnio de Bolívar'. Jorge Volpi dice que la literatura no nos hace mejores pero hace que habite en nosotros la infinita complejidad de lo humano.
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