domingo, 3 de junio de 2012

En busca de Klingsor, Jorge Volpi.


“El profesor Gödel era un hombrecillo taciturno, con la complexión de una pértiga y una apariencia que hacía pensar más en una zarigüeya o en un ratón almizclero que en un genio de la lógica. Hacía dos años se había incorporado definitivamente al Instituto, ocho después de haber destruido, con un solo artículo, el conjunto de las matemáticas modernas.
A lo largo de más de dos milenios, las matemáticas habían evolucionado de forma descontrolada, como un árbol cuyas ramas se cruzaban, chocaban y se entretejían. Los descubrimientos de babilonios, egipcios, griegos, árabes e indios, luego los avances logrados en el Occidente moderno, habían convertido la aritmética en una especie de monstruo de mil cabezas, cuya verdadera naturaleza nadie alcanzaba a comprender. Aunque se trataba del instrumento científico más objetivo y evolucionado de la humanidad, utilizado a diario por millones de hombres para resolver problemas prácticos, nadie sabía si, en medio de su infinita diversidad, era posible que las matemáticas contuviesen un germen en descomposición, un hongo o un virus que desacreditara sus resultados.
Los griegos fueron los primeros en advertir esta posibilidad, al descubrir las paradojas. Como constataron Zenón, y más tarde otros estudiosos de la aritmética y la geometría, la estricta aplicación de la lógica a veces producía sinsentidos o contradicciones que no podían resolverse con claridad. Muchas paradojas eran conocidas desde la antigüedad clásica, como la aporía de Aquiles y la Tortuga, que negaba el movimiento, o la paradoja de Epiménides, según la cual una proposición se negaba y afirmaba a la vez, pero fue en las postrimerías de la Edad Media cuando estas irregularidades comenzaron a multiplicarse como una plaga maligna. Esta herejía, que ofuscó tanto a los pitagóricos como a los Padres de la Iglesia, ponía en evidencia que la ciencia podía equivocarse, contrariamente a lo que se pensaba hasta entonces. 
Para revertir esta tendencia caótica, numerosos hombres de ciencia trataron de sistematizar las matemáticas y las leyes que las gobernaban. Uno de los primeros en realizar esta labor fue Euclides, el cual, en sus Elementos, intentó derivar todas las reglas de la geometría a partir de cinco axiomas básicos. Más tarde, filósofos y matemáticos como René Descartes, Immanuel Kant, Frank Boole, Gottlob Frege y Giuseppe Peano buscaron hacer lo mismo en campos tan alejados como la estadística y el cálculo infinitesimal, con resultados poco concluyentes. Entre tanto, habían aparecido nuevas paradojas, como las introducidas por Georges Cantor en su teoría de conjuntos. 
Al iniciarse el siglo XX, la situación era aún más confusa que antes. Conscientes de las aberraciones derivadas de las teorías de Cantor, los matemáticos ingleses Bertrand Russell y Alfred North Whitehead para tratar de reelaborar todas las matemáticas a partir de unos cuantos principios básicos, tal como había hecho Euclides dos mil años atrás, en lo que ellos denominaron la ‘teoría de los tipos’. Como resultado de este método publicaron, en 1919, un tratado monumental, titulado Principia Mathematica –escrito entre 1910 y 1913 y basado en un opúsculo anterior de Russell-, gracias al cual debieron desaparecer las incómodas contradicciones del saber matemático anterior.
Desafortunadamente, la obra era tan vasta y compleja que, al final, nadie quedó convencido de que a partir de sus postulados podrían derivarse todas las demostraciones posibles sin caer jamás en un sinsentido. Poco antes, en 1900, David Hilbert, un matemático de la Universidad de Gotinga, leyó durante la sesión de apertura del Congreso matemático de París una ponencia que se conoció a partir de entonces como Programa Hilbert. En ella se presentaba una lista de los problemas aún no resueltos por las matemáticas- la tarea para  los especialistas del futuro-, entre los que se hallaba, señaladamente, la llamada ‘cuestión de la completitud’. La pregunta era, básicamente, si esta disciplina –o cualquier otro sistema axiomático- era coherente y completo, es decir, si contenía o no contradicciones y si cualquier proposición aritmética podía ser derivada a través de sus postulados. Hilbert pensaba que la respuesta sería afirmativa, como señaló a sus colegas reunidos en París: “Todo problema matemático es susceptible de solución, todos nosotros estamos convencidos de esto. Después de todo, una de las cosas que más nos atraen cuando nos dedicamos a un problema matemático es precisamente que en nuestro interior siempre oímos la llamada aquí está el problema, hay que darle una solución; esta se puede encontrar sólo con el puro pensamiento, porque en matemáticas no existe el ignorabimus” (…)
Su artículo [refiriéndose a Gödel], titulado ‘Sobre las proposiciones formalmente indecibles de los Principia Mathematica y sistemas similares’, cayó como un cubo de agua que destempló para siempre el optimismo de Hilbert.  En sus páginas Gödel no sólo demostraba que en  los Principia Mathematica podía existir una proposición que al mismo tiempo fuese verdadera e indemostrable –esto es, indecible-, sino que esto ocurría, necesariamente,  con cualquier sistema axiomático, con cualquier tipo existente ahora o que fuese a existir en el futuro. En contra de las previsiones de todos los especialistas, las matemáticas eran, sin asomo de duda, incompletas.
Con sus sencillos razonamientos, Gödel echó por tierra la idea romántica de que las matemáticas eran capaces de representar completamente al mundo, libres de las contradicciones de la filosofía.(…) Lo más sorprendente era la sencillez con la cual Gödel había logrado su objetivo. Reformulando la antigua paradoja de Epiménides –y, de hecho, el sustrato de todas las paradojas matemáticas-, había hallado un teorema que probaba su hipótesis. (…)
En resumen, Gödel afirmaba que en cualquier sistema –en cualquier ciencia, en cualquier lengua, en cualquier mente- existen aseveraciones que son ciertas pero no pueden ser comprobadas. Por más que uno se esfuerce, por más perfecto que sea el sistema que uno haya creado, siempre existirán dentro de él huecos y vacíos indemostrables, argumentos paradójicos que se comportan como termitas y devoran nuestras certezas. Si la teoría de la relatividad de Einstein y la teoría cuántica de Bohr y sus seguidores se habían encargado de demostrar que la física había dejado de ser una ciencia exacta –un compendio de afirmaciones absolutas-, ahora Gödel hacía lo mismo con las matemáticas. Nadie estaba a salvo en un mundo que comenzaba a estar dominado por la incertidumbre. Gracias a Gödel la verdad se tornó más huidiza y caprichosa que nunca.”       

2 comentarios:

  1. Literatura, ciencia y divulgación; la socialización perfecta del conocimiento. Como dirían Eudald Carbonell y Robert Sala, por aquí avanzamos en nuestro proceso de humanización.

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  2. Se dice de la obra de Jorge Volpi que teje la tela de su narrativa entrelazando la ficción con la realidad y la investigación con la creatividad. Ha sido traducido a más de veinte idiomas y tiene publicada una extensa y variada obra donde despliega el mundo de sus intereses (ciencia, filosofía, política, historia, música) con títulos tan sugerentes como: 'Sanar tu piel amarga','El jardín devastado', 'Oscuro bosque oscuro', 'El temperamento melancólico', entre sus obras de ficción. Ensayos como: 'La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968', 'Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción', 'El insomnio de Bolívar'. Jorge Volpi dice que la literatura no nos hace mejores pero hace que habite en nosotros la infinita complejidad de lo humano.

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