Cuelgo este artículo de F. de Azúa que me ha parecido muy oportuno para los tiempos que corren.
Abrumado, como todo quisque, por la miseria de la vida oficial, procuro escapar de la oscuridad como puedo. Que el Dos Mil Trece nos permita recobrar una luminosidad que a pesar del empeño de las fuerzas oscuras sigue iluminando más allá del velo de tinieblas, ese fue mi deseo de fin de año.
Hoy la miseria era un nuevo latrocinio de nuestros representantes, tan gigantesco como los anteriores e igualmente cínico. Oponiéndole resistencia he recordado una cantata de Bach, la BWV 39, que comienza diciendo: “Comparte tu pan con aquellos que tienen hambre”. Una buena ocasión para oírla de nuevo.
En tiempos de Bach no podían darse latrocinios como los nuestros simplemente porque la posesión era cosa de unos pocos. Muy pocos. Y en general de uno, del señor que a veces era un guerrero y otras un obispo, o ambas cosas a la vez. Sin embargo, en aquellos tiempos la podredumbre moral estaba mejor construida, tenía otra calidad. Al malvado se le despreciaba y temía, pero nadie lo ponía como modelo. Y, sobre todo, el malvado era una rareza, un condenado en vida. Los nuestros son gente de primera portada de revista, gente estupenda.
La coral de Bach continúa diciendo “Lleva a los pobres a tu casa, viste a quienes vayan desnudos y no te escondas de tu propia carne”. Este final es inquietante: und entzeuch dich nicht von deinem Fleisch. ¿Qué nos dice el poeta? ¿Que aceptemos nuestro cuerpo como constatación de que somos mortales? ¿Que ese cuerpo nuestro es igual al de quienes van desnudos temblando en el invierno? ¿Nos está diciendo que la riqueza no ha de servir para esconder nuestra debilidad, nuestra fragilidad? “Una hoja somos, en otoño, colgada de la rama”, decía Ungaretti, y por mucho que nos escondamos un poco de viento nos derribará.
Pero si tratamos a nuestro prójimo con generosidad, si lo consideramos nuestro igual, entonces, dice la coral: “Tu luz brillará como la aurora, la curación no tardará en llegar, la justicia te precederá y la Gloria del Señor será tu recompensa”. La luminosidad de los justos que hoy nos parece una leyenda es, sin embargo, indudable y muchos la hemos visto en momentos decisivos cuando la bondad de un acto ajeno nos ha deslumbrado.
No es preciso ser creyente, no es necesario atarse a ninguna promesa para oír estas palabras de Bach con perfecta seriedad. Es cierto que todo conspira en contra, pero si nos esforzamos por considerar a los demás como simples mortales, tan frágiles como nosotros, es posible que divisemos cierta luminosidad en alguno de ellos.
Se trata de cambiar el primer pensamiento que nos asalta frente al malvado (“¡Querría verte muerto!”), por el segundo (“¡Pero si sólo va a durar un puñado de inviernos…!”). Y desviar la mirada del siniestro para dirigirla hacia el justo. ¿Que no se le ve? Alguno ha de haber.
Y si no, siempre nos quedarán los niños.
Acertado y poético Azúa. La lectura de cualquiera de sus escritos es siempre un tónico, un reconstituyente. Este texto me ha llevado a recordar un fragmento de una novela de Sándor Márai que leímos en el Club, 'La mujer justa', del que se desprende la poca fe del autor en el ser humano. "No es verdad que los seres humanos sean todos unos monstruos egoístas. Hay algunos que están dispuestos a ayudar a sus semejantes. Pero lo que les impulsa a echar una mano al prójimo no es la bondad, menos aún la compasión. Creo que el calvo tenía razón cuando un día me dijo que a veces las personas son buenas porque tienen inhibiciones que les impiden actuar con maldad. Eso es lo máximo que una persona puede dar de sí... Y luego están los que son buenos porque son demasiado cobardes para ser malos." Visiones demasiado pesimistas de la condición humana, no sé. Me preocupa el prestigio que tiene, actualmente, la maldad, o, tal vez, la ha tenido desde que el hombre comenzó a nombrar el mundo, a darle significado.
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