Yo solía volver de clase bajando la colina de Westview.
Nunca llevaba libros en la mano. Aprobé
mis exámenes asistiendo a las clases y adivinando las respuestas. Jamás tuve
que empollar los exámenes y conseguí las calificaciones «C» de aprobado. Y
mientras bajaba la colina me metí en una enorme tela de araña. Empecé a
romperla y quitármela de encima mientras buscaba a la araña. Entonces la vi:
era una enorme y negra hija de puta. La aplasté. Había aprendido a odiar a las
arañas. Cuando fuera al infierno, me devoraría una araña.
Durante toda mi vida en ese vecindario me había metido
en telas de arañas, me habían atacado los cuervos y había vivido con mi padre.
Todo era eternamente triste, sombrío y maldito. Incluso el tiempo era un tiempo
de perros. O era insoportablemente cálido durante semanas o, si llovía, llovía
durante cinco o seis días. El agua anegaba los jardines y penetraba en las
casas. Quienquiera que fuera el que diseñó el sistema de drenaje, probablemente
había sido bien pagado por su ignorancia en la materia.
Y mis propios asuntos iban de mal en peor, tal como
cuando nací. La única diferencia era que ahora podía beber de vez en cuando,
aunque nunca lo suficiente. El beber era lo único que evitaba que un hombre se
sintiera desplazado e inútil. Todo lo demás era luchar y luchar, abriéndose
paso a tajos. Y nada era interesante, nada. Todo el mundo era igual,
reprimiéndose y controlándose. Y yo tenía que vivir con esos mamones el resto de mis días, pensé. ¡Dios mío! Todos tenían un agujero en el culo
y órganos sexuales y bocas y sobacos. Se sentaban y charloteaban y eran tan
estúpidos como la cagada de un caballo. Las chicas tenían buen aspecto vistas a
distancia, con el sol filtrándose entre sus ropas y cabellos. Pero cuando se
acercaban y mostraban sus cerebros a través de la cháchara de sus bocas, te
sentías con ganas de excavar una trinchera en una colina y esconderte con una
ametralladora. Verdaderamente nunca sería capaz de ser feliz, casarme y tener
hijos. Demonios, ni siquiera podía obtener trabajo como lavaplatos.
A lo mejor podría ser un asaltante de bancos. Algo
realmente emocionante. Algo con relumbre y pasión. Sólo tenemos una
oportunidad. ¿Por qué ser un limpiaventanas?
Encendí un cigarrillo y seguí bajando la colina. ¿Era
yo el único en agobiarme por un futuro sin posibilidades?
Vi otra de esas grandes arañas negras. Yacía en su
telaraña justo a la altura de mi cara y en medio del camino. Cogí el cigarrillo
y lo aplasté contra ella. La enorme araña se agitó de tal modo que las ramitas
del arbusto donde afianzaba su telaraña se movieron. Saltó de su telaraña y
cayó sobre la acera. Asesinas cobardes, todas eran unas cobardes asesinas. La
aplasté con el zapato. Un día útil, había matado dos arañas y trastocado el
equilibrio de la naturaleza, ahora nos iban a devorar los mosquitos y las
moscas.
Seguí bajando la colina, estaba cerca del final
cuando un gran arbusto empezó a agitarse. La Reina de las Arañas me perseguía.
Avancé a su encuentro. Mi madre saltó a la acera desde detrás del arbusto.
—¡Henry, Henry! ¡No vayas a casa, no vayas a
casa, tu padre te matará!
—¿Y cómo va a hacerlo? Puedo darle de azotes en el
trasero.
—¡No, está furioso, Henry! ¡No vayas a casa, te
matará! ¡Te he estado esperando durante
horas!
Los ojos de mi madre se habían ensanchado por el
miedo y tenían un bello color castaño.
—¿Qué está haciendo en casa tan temprano?
—¡Tenía dolor de cabeza y le concedieron la tarde
libre!
—Creí que estabas trabajando, ¿acaso no has
encontrado un nuevo trabajo?
Ella había conseguido por fin trabajo como guardesa
de una casa.
—¡Vino y me recogió! ¡Está furioso! ¡Te matará!
—No te preocupes, mamá, si intenta algo en contra mía
voy a darle una patada en el culo, te lo prometo.
—Henry, ¡ha encontrado tus narraciones y las ha leído!
—Jamás le pedí que lo hiciera.
—¡Las encontró en un cajón! ¡Las ha leído todas!
Yo había escrito diez o doce historias cortas. Dale a
un hombre una máquina de escribir y se convierte en escritor. Había escondido
las narraciones bajo el papel del fondo del cajón donde guardaba mis
calzoncillos y calcetines.
—Bueno —dije—, el viejo ha estado rebuscando y se ha
quemado los dedos.
—¡Dijo que iba a matarte! ¡Dijo que ningún hijo suyo
podía escribir historias
semejantes y vivir bajo el mismo techo que él!
La cogí por el brazo.
—Vamos a casa, mamá, y veamos qué es lo que hace...
—¡Henry, ha tirado todas tus ropas sobre el césped,
toda tu ropa sucia, tu máquina de
escribir, tu maleta y tus narraciones!
—¿Mis narraciones?
—Sí, esas también...
—¡Le mataré!
Me separé de ella, crucé la calle 21 y bajé por la
Avenida Longwood. Ella me siguió.
—¡Henry, Henry, no vayas a casa!
La pobre mujer se aferraba a mi camisa.
—Henry, escucha, ¡consíguete una habitación en
cualquier sitio! ¡Henry, tengo diez dólares! ¡Coge estos diez dólares y alquila
una habitación en algún sitio!
Me giré. Ella sostenía los diez dólares en la mano.
—Olvídalo —contesté—, voy a ir.
—¡Henry, coge el dinero! ¡Hazlo por mí! ¡Hazlo por tu
madre!
—Bueno, de acuerdo...
Cogí los diez y me los embutí en el bolsillo del pantalón.
—Gracias, es un montón de dinero.
—Está bien así, Henry. Te quiero, Henry, pero tienes
que irte.
Corrió delante mío mientras me acercaba a casa.
Entonces lo vi: todo estaba esparcido por el césped, todas mis ropas, limpias y
sucias, la maleta abierta, calcetines, pijamas, camisas, un abrigo viejo, todo
tirado por todos lados, sobre el césped y la acera. Y vi cómo el viento se
llevaba mis manuscritos arrojándolos contra el sumidero y contra todas partes.
Mi madre corrió por la acera hasta la casa y yo grité
de forma que pudiera oírme:
—¡DILE QUE SALGA AQUÍ, QUE
VOY A PARTIRLE LA CABEZA EN DOS!
Primero recogí mis manuscritos. Ese era el más bajo
de los golpes, hacerme eso a mí. Era la única cosa que no tenía derecho a
tocar. A medida que recogía las hojas del sumidero, del césped y la acera,
comencé a sentirme mejor. Recogí todas las que pude, las metí en la maleta
asentándolas bajo un zapato, y luego rescaté la máquina de escribir. Su maletín
se había roto pero parecía estar bien. Miré todos mis andrajos esparcidos en
derredor. Dejé la ropa sucia y los pijamas, que sólo eran un par, y de los
desechados por él. No había gran cosa más que recoger. Cerré la maleta, recogí
la máquina de escribir y comencé a andar. Pude ver dos caras atisbando tras las
cortinas. Pero en seguida me olvidé mientras subía por Longwood, cruzaba la
calle 21 y subía la colina de Westview. No me sentía muy distinto a como
siempre me había sentido. Ni alegre ni deprimido; todo parecía ser sólo una
continuación. Iba a coger el tranvía «W»,
cambiar de línea luego e ir a algún lugar del centro.
Sento el format, no feu cas del tamany de la lletra.
ResponderEliminarXavier, m'he permés la llibertat d'editar el text. Ja pots veure que sóc un maniàtic.
ResponderEliminarAixí molt millor! Gràcies Brauli
ResponderEliminar"Todo es movimiento irregular y continuo, sin dirección y sin objeto" Michel de Montaigne.
ResponderEliminar"Nadie ha encontrado ni encontrará jamás" Voltaire.