Nietzsche, Heráclito y Dante son
los héroes de su nuevo libro, Poésie de la pensée (Poesía del pensamiento) pero tendrán que
esperar un poco. George Steiner nos recibe en su casa de Cambridge con una
confidencia bromista, entre un trozo de panettone y un café: cuando comenzó a
funcionar el Eurostar, proponía dar un chelín al primer niño que lograra ver un
pez en el túnel bajo el Canal de la Mancha. “¡Los padres se quedaban
pasmados!”, nos cuenta riéndose el profesor de literatura comparada. Esta
combinación de broma y de erudición, de inteligencia y de amabilidad es lo que
caracteriza a George Steiner. Nacido en París en 1929, de madre vienesa y de
padre checo que había presentido el horror nazi, este maestro de la lectura
políglota descifró a Homero y a Cicerón desde su más tierna juventud, bajo la
batuta de su progenitor, un gran intelectual judío, apasionado del arte y la
música, que quiso despertar en él al profesor (el sentido literal de la palabra
“rabino”). En 1940, la familia partió a Nueva York en el último barco que salió
de Génova. Tras realizar estudios en Chicago y luego en Oxford, Steiner se unió
en Londres a la redacción de The Economist.
Volvió a cruzar el Atlántico para entrevistar a Oppenheimer, el inventor de la
bomba atómica, que le hizo entrar en el instituto de Princeton. Fue el “momento
crucial” de su vida. Además de publicar sus grandes libros, Tolstoi o Dostoyevski, Lenguaje y silencio, etc., en gran parte escritos a partir de la
materia de sus clases, funda el Churchill College en Cambridge, se convierte en
crítico literario del New Yorker y
trabaja en la universidad de Ginebra.
Europa vive una profunda crisis. En
su opinión ¿puede llegar a hundirse?
En
su estado actual, es posible. Pero se saldrá de esta situación de una manera u
otra. La ironía es que Alemania podría dominar de nuevo. Echemos la vista
atrás. Entre el mes de agosto de 1914 y el mes de mayo de 1945, Europa, de
Madrid a Moscú, de Copenhague a Palermo, perdió cerca de 80 millones de seres
humanos por las guerras, las deportaciones, los campos de exterminio, las
hambrunas y los bombardeos. El milagro es que haya subsistido. Pero su
resurrección ha sido sólo parcial. Europa atraviesa hoy una crisis dramática:
está sacrificando una generación, la de los jóvenes que no creen en el futuro.
Cuando era joven, había todo tipo de esperanzas: el comunismo, en gran medida.
El fascismo, que también es una esperanza, no nos equivoquemos. También estaba
el sionismo para el judío. Había esto y lo otro... Pero ya no tenemos nada de
eso. Y si durante la juventud no nos embarga la esperanza, por ilusa que sea,
¿qué nos queda? Nada. El gran sueño mesiánico socialista desembocó en el gulag
y en François Hollande, tomo su nombre como un símbolo, no critico a su
persona. El fascismo se hundió en el horror. El Estado de Israel debe
sobrevivir imperativamente, pero su nacionalismo es una tragedia, profundamente
contraria al talento judío, que es cosmopolita. Yo quiero ser errante. Vivo
según el lema de Baal Shem Tov, gran rabino del siglo XVIII: “La verdad está
siempre en el exilio”.
¿La globalización no favorece esa
vida errante?
Nunca ha existido un hermetismo
geográfico como el de ahora. Antes se podía salir de Inglaterra e ir a
Australia, a la India o a Canadá; hoy ya no hay permisos de trabajo. El planeta
se cierra. Cada noche, cientos de personas intentan llegar a Europa desde el
Magreb. El planeta se mueve, pero ¿hacia dónde? Es horrible el destino actual
de los refugiados. Me concedieron el honor en Alemania de pronunciar un
discurso ante el Gobierno. Y finalizaba así: “Señoras y señores, todas las
estrellas ahora se vuelven amarillas”.
¿Se sigue sintiendo a pesar de todo
europeo?
Europa sigue siendo el lugar de la
masacre, de lo incomprensible, pero también de las culturas que amo. Le debo
todo y quiero estar allí donde están mis seres queridos fallecidos. Quiero
estar cerca de donde se produjo la Shoah, donde puedo hablar mis cuatro idiomas.
Es mi gran descanso, mi alegría, mi placer. Aprendí italiano y luego inglés,
francés y alemán, los tres idiomas de mi infancia. Mi madre empezaba una frase
en un idioma y la terminaba en otro, sin ni siquiera darse cuenta. No tengo un
idioma materno, pero, al contrario de lo que pueda pensarse, es bastante común.
En Suecia, hablan finlandés y sueco, en Malasia se hablan tres idiomas. Esa
idea de un idioma materno es un concepto muy nacionalista y romántico. Gracias
a mi multilingüismo he podido impartir clases, escribir Después de Babel:
aspectos del lenguaje y la traducción y sentirme como en mi propia casa en todo
el mundo. Cada idioma es una ventana abierta al mundo. ¡Todo ese arraigo
terrible de Barrès [Maurice Barrès, escritor y político francés]! Los árboles
tienen raíces, yo tengo piernas y es un gran avance, créame.
¿Siguen siendo cómplices la
literatura y la filosofía?
Creo que las dos formas están
amenazadas. La literatura ha elegido el ámbito de las pequeñas relaciones
personales. Ya no sabe abordar los grandes temas metafísicos. Ya no tenemos a
ningún Balzac ni a ningún Zola. No había ningún ámbito que escapara a estos
genios de la comedia humana. Proust también creó un mundo inagotable y el Ulises,
de Joyce, se acerca a Homero... Joyce es el eslabón entre los dos grandes
mundos, el clásico y el del caos. Antes, la filosofía también se podía
considerar universal. En mundo entero estaba abierto al pensamiento de Spinoza.
Hoy se nos cierra una inmensa parte del universo. Nuestro mundo se encoge. Las
ciencias son inaccesibles para nosotros. ¿Quién puede comprender las últimas
aventuras de la genética, de la astrofísica, de la biología? ¿Quién puede
explicarlas al profano? Los saberes ya no se comunican; los escritores y los
filósofos ahora son incapaces de hacernos comprender la ciencia. Sin embargo,
la ciencia brilla por su imaginario. ¿Cómo pretender hablar de la conciencia
humana dejando a un lado lo que es más osado, más imaginativo? Me preocupa
saber qué significa hoy “ser instruido”, “to be literate”, en inglés, una
expresión aún más fuerte. ¿Podemos ser cultos sin comprender una ecuación no
lineal? La cultura corre el riesgo de volverse provincial. Quizás tengamos que
replantearnos toda nuestra concepción de la cultura. Le contaré una experiencia
que me emocionó infinitamente: una noche, uno de mis compañeros de Cambridge,
un premio Nobel, un hombre encantador con el que estaba cenando, me pidió que
le ayudara con un texto de Lacan del que no comprendía nada. La modestia de un
gran científico, comparada con el orgullo, la soberbia de nuestros maestros
bizantinos de la oscuridad...
En su opinión, las nuevas
tecnologías amenazan al “silencio” y a la “intimidad” necesarias para
encontrarse con las grandes obras...
Sí, la calidad del silencio está
relacionada orgánicamente con la del lenguaje. Usted y yo estamos aquí, en esta
casa rodeada de un jardín, donde no hay otro sonido que el de nuestra
conversación. Aquí puedo trabajar, puedo soñar, puedo intentar pensar. El
silencio se ha convertido en un gran lujo. La gente vive en el estrépito. Ya no
hay noche en las ciudades. Los jóvenes temen al silencio. ¿Qué será de la
lectura seria y difícil? ¿Cómo leer una página de Platón con un Walkman en los
oídos? Es algo que me da mucho miedo. Las nuevas tecnologías transforman el
diálogo con el libro. Abrevian, simplifican, conectan. El alma está “cableada”.
Hoy ya no se lee de la misma forma. El fenómeno Harry Potter surge como una
excepción. Todos los niños del planeta, el niño esquimal, el niño zulú, leen y
releen esta saga ultra inglesa dotada de un vocabulario rico y de una sintaxis
sofisticada. Es formidable. El libro es un gran defensor de la vida privada.
Inglaterra sigue siendo un país de “privacy”. Algo que puede tener aspectos
absurdos: podemos ser vecinos durante cincuenta años y no intercambiar una sola
palabra. Este culto a la “private life” tiene un valor político inmenso: es una
capacidad de resistencia.
¿No se considera un creador?
No, no hay que confundir las
funciones. Incluso el crítico, el comentarista, el exegeta más dotado está a
años luz del creador. No comprendemos bien las fuentes internas de la creación.
Imaginemos esta situación, estamos en Berna, hace años... Unos niños salen de
picnic con su institutriz, que los sitúa ante un viaducto. Los niños pintan, la
institutriz mira por encima del hombro de uno de ellos: ¡le ha pintado botas a
los pilares! Desde ese día, todos los viaductos caminan. Ese niño se llamaba
Paul Klee. La creación cambia todo lo que contempla, para un creador, unos trazos
bastan para hacernos ver lo que ya estaba ahí. ¿Qué misterio provoca la
creación? Escribí Gramáticas de la creación para comprenderlo. Al
final de mi vida, sigo sin comprenderlo.
¿Comprender sería carecer de arte?
En un sentido, me alegra no
comprender. Imagínese un mundo en el que la neuroquímica nos explicara a
Mozart... Es concebible y eso me da miedo. Las máquinas ya son interactivas con
el cerebro: el ordenador y el género humano trabajan juntos. Es posible además
que un día los historiadores se den cuenta de que el acontecimiento más
importante del siglo XX no fue la guerra, ni el crac financiero, sino la tarde
en la que Kasparov, el jugador de ajedrez, perdió su partida contra una pequeña
caja metálica. Y añadió: “La máquina no ha calculado, ha pensado”. Cuando lo
vi, les pedí su opinión a mis compañeros de Cambridge, que son los grandes
reyes de la ciencia. Me dijeron que no sabían si el pensamiento era o no un
cálculo. ¡Es una respuesta espantosa! ¿Podrá algún día esa pequeña caja
componer música?
Entrevista de Juliette Cerf en Télérama n° 3230, 12 de diciembre, 2011
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