ALBERTO MANGUEL 17 ENE 2015 BABELIA
eL PAIS
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Desde
siempre, o al menos desde los orígenes de la conciencia humana, nos hemos
comportado de manera absurda y, al mismo tiempo, hemos reconocido ese absurdo,
si no en nosotros mismos, al menos en nuestros congéneres. Sócrates arguyó que
nos burlamos de quienes se sienten superiores a nosotros sin serlo y que el
peligro está en deleitarnos en lo que es, al fin y al cabo, un vicio. Pero lo
ridículo, como tantas otras calidades humanas, suele estar en el ojo ajeno. La
conducta de Sócrates, que él mismo debió juzgar como seria e intachable, fue
vista por ciertos de sus contemporáneos como risible. Aristófanes, por ejemplo,
en Las nubes, se burló de la famosa técnica socrática con agudeza satírica y genio
mordaz. Hablando de la escuela de Sócrates un personaje dice así: "Ahí
habitan hombres que hacen creer con sus discursos que el cielo es un horno que
nos rodea y que nosotros somos los carbones. Ellos enseñan, si se les paga, de
qué manera pueden ganarse las buenas y las malas causas". "Si
se les paga", "las buenas y las malas causas": toda la fuerza
está en esas pocas palabras fatales, hábil y precisamente colocadas.
Aristófanes
no fue el primero que supo burlarse de nuestras necias acciones y presuntuosas
filosofías. Para señalar lo absurdo de confiar el poder a quienes lo explotan
para su propio beneficio (como los directores del Fondo
Monetario Internacional regulando las finanzas de los países a los cuales presta dinero), un
mural egipcio de fines del segundo milenio antes de Cristo muestra a un gato
encargado de cuidar a una bandada de gansos, explícita crítica de los gobiernos
venales que el medievo cristiano retomaría en fábulas y poemas satíricos. Tan
feroz pueden ser estas burlas que, según cuenta Plinio el Viejo, quienes eran
objeto de las sátiras del poeta Hipognato de Éfeso en el siglo VI antes de
Cristo, acababan colgándose de un árbol, demasiado avergonzados para seguir
viviendo.
Sátira,
esa forma crítica de la burla, fue nombrada por primera vez por Quintiliano
para referirse a una forma particular de la métrica latina, pero el concepto se
extendió rápidamente a cualquier tipo de texto que utilizase la ironía para
criticar una situación o a un personaje, y hasta a una sociedad entera, como en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Después de que
Gulliver le cuenta al rey de Brobdingnag la historia del mundo europeo, el rey
pronuncia este juicio inapelable: "La única conclusión a la que puedo
llegar es que la mayoría de vuestros conciudadanos forman parte de la más
perniciosa raza de infame alimaña que la naturaleza jamás permitió arrastrarse
por la superficie de la tierra". La sátira puede ser intemporal: las
palabras del rey se aplican también a nuestro miserable siglo. La sátira no se
limita a la sátira: Doña Perfecta, de Galdós; Casa desolada, de Dickens; Guignol's
Band, de
Céline, pueden ser leídos como sátiras.
Obviamente,
la sátira jalona todas las literaturas, orientales y occidentales, y son raros
los autores que no la hayan practicado en algún momento de su obra. De Luciano
a Rabelais y Erasmo, de Diderot a Voltaire y Grimmelshausen, de Pushkin a Mark
Twain y Clarín, de Günter Grass a Doris Lessing y Joseph Heller, la sátira ha
sido siempre la carcajada de la razón frente a la solemnidad de la locura. En
castellano, baste recordar el tono irónico de Borges en sus ficciones
swiftianas El informe de Brodie y
Utopía de un hombre que está cansado. Durante la absurda guerra de las Malvinas,
Borges publicó una carta abierta en la que denunciaba la suerte de jóvenes
conscriptos enviados al frente por generales "que nunca oyeron silbar
siquiera una bala". Cierto general ofendido le objetó que él era un
general argentino y que él sí había oído silbar una bala en la batalla. Borges
le respondió pidiendo disculpas por el error que había cometido. "Me he
equivocado", dijo. "Hay un general argentino que
alguna vez oyó silbar una bala".
No solo
la literatura: todas las formas de creación artística han utilizado la sátira
para sus propios fines. Los grabados de Goya, de Daumier, de Grosz son feroces
denuncias de la insensata crueldad de sus contemporáneos. Las canciones
populares, desde los goliardos de la Edad Media a Janis Joplin y Georges
Brassens, se burlan sagazmente de la sociedad en la que vivimos. Y el cine, por
supuesto, nos ofrece obras maestras del género satírico: El
gran dictador, de
Chaplin; Play Time, de Jacques Tati; Dr.
Strangelove [¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú], de Kubrick; ¡Bienvenido, Mr Marshall!, de
Berlanga, y
tantos otros son ejemplos perfectos del arte de ofender con destreza artística.
Porque
suele ser justa, porque suele señalar faltas morales y pretensiones falaces,
porque hiere, porque denuncia, la sátira suele provocar la furia de aquellos a
quienes acusa. Y porque el objeto de la sátira es muchas veces un personaje
autoritario y poderoso, la reacción es con frecuencia la censura, la prisión,
la muerte del poeta. "No he de callar por más que con el
dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio
avises o amenaces miedo", advierte el más célebre de los satíricos
españoles, Francisco de Quevedo, a sus censores. Quevedo tuvo más fortuna que
muchos de sus colegas, desde Ka'b bin al Ashraf, poeta contemporáneo de Mahoma,
quien se burló en sus versos de la nueva religión y fue asesinado por
seguidores del profeta, hasta los humoristas de Charlie
Hebdo.
Pero
sátira no es vituperio. El texto satírico que, si es eficaz, ofende, debe
hacerlo no solo con justicia sino sutilmente. Para ser sátira, el impulso de
burlarse de lo ridículo debe ser un impulso artístico. No he leído el nuevo libro de
Michel Houllebecq, Soumission, que imagina el
triunfo de un Gobierno islámico en Francia, pero si resulta ser un texto
satírico que ofrece al lector un punto de vista valioso para entender el mundo
en que vivimos, será, ante todo, memorable como novela. Las pintadas
antiislámicas garabateadas sobre las paredes de las mezquitas no son
literatura.
Sin embargo, más interesante, más curioso que
este impulso de burlarse de la necedad ajena es la sensitividad desmesurada, la furia
incontenible, el ultraje sentido ante una sátira por los detentores de una fe
que se define como incólume. Tal indignación in loco
parentis tiene
algo de blasfemia. Suponer que la divinidad en la que creen estos fieles es tan
sensiblera e insegura que le ofende una broma o una caricatura, que tiene un
complejo de inferioridad tan fuerte que necesita la alabanza constante, que es
incapaz de defenderse a sí misma y que, si insultada, debe ser vengada por
guerreros armados, como si fuese una doncella deshonorada, es prueba de una
colosal arrogancia. Mejor sería seguir el consejo de Winnie en Los
días felices, de Beckett: "¿Qué mejor manera de ensalzar al Todopoderoso, que
acompañando de risitas sus chistes, sobre todo los peores?".
Sin duda,
el Señor del Universo podría, si quisiera, adoptar el estilo de los supuestos
ofensores para contrarrestar la ofensa de una manera contundente y elegante.
Cuando, en la pieza de Rostand, el vizconde de Valvert trata de insultar a
Cyrano de Bergerac acusándolo de tener una nariz enorme, este le enseña, con la
espada y la palabra, cómo se debe componer una sátira hábil, original y
exquisita, pasando revista, en un largo catálogo en verso, a una multitud de
estilos en los cuales el vizconde, si fuese más diestro, hubiese podido
insultarlo mejor: dramático, amable, truculento, tierno, curioso, pedante, y
así sucesivamente hasta darle a su ofensor la estocada final. Esta técnica, de
desarmar al agresor mejorando su técnica (es decir, humillándolo al demostrar
su poca habilidad satírica), es pocas veces utilizada por los grandes y
poderosos, quienes prefieren responder al insulto percibido con la cárcel, el
exilio o la guillotina. Esa reacción siempre resulta en lo contrario de lo que
el ofendido quiere: la supuesta ofensa es ratificada y el ofensor es ensalzado.
Hay
excepciones. Entre las muchas historias acerca del califa Harun al Rashid,
narradas en las Mil y una
noches y en los libros de Stevenson, hay una que
justifica los apodos de El Justo y El Sabio que sus súbditos le
concedieron. El califa tenía la costumbre de vestirse de mercader y pasearse
por las callejuelas de Bagdad para ver con sus propios ojos cómo vivía su gente
y qué decían de su gobierno. Una tarde, en medio de una plaza, vio a una
multitud reunida en torno a un hombre que contaba cuentos según la antiquísima
tradición oriental. El califa se puso a escuchar y, asombrado, oyó que el
narrador contaba la historia de Harun al Rashid, en la cual el califa era
pintado como un personaje libidinoso y borracho que después de una noche de
orgía se extraviaba en los jardines de su propio palacio y acababa tumbado de
bruces en un estanque. Después de acabados la risa y el aplauso, el califa
felicitó al cuentista. "Tu historia es muy buena pero desgraciadamente
incorrecta. No fueron 20 doncellas que Harun al Rashid conquistó, sino
100, y no fueron 100 jarras de vino que bebió aquella noche, sino 200. Sé lo
que te digo, porque estuve presente en la fiesta. Yo soy Harun al Rashid".
Ante la mirada aterrada del hombre, el califa estalló en carcajadas, le dio un
bolso de monedas de oro y le pidió que la próxima vez que contase la historia
se asegurase de que los detalles fuesen exactos.
Una
historia de sátiras
Las nubes. Aristófanes. Traducción
de Francisco R. Adrados. Cátedra.
Los viajes de Gulliver. Jonathan Swift. Traducción de Antonio Rivero Taravillo. Pre-Textos.
Doña Perfecta. Benito Pérez Galdós. Alianza / Cátedra / Castalia.
Casa desolada. Charles Dickens. Traducción de José Rafael Hernández Arias. Valdemar.
Guignol's Band. Louis Ferdinand Céline. Traducción de Carlos Manzano. Debolsillo.
El informe de Brodie. Jorge Luis Borges. Debolsillo.
Los días felices. Samuel Beckett. Traducción de Antonia Rodríguez Gago. Cátedra.
Los viajes de Gulliver. Jonathan Swift. Traducción de Antonio Rivero Taravillo. Pre-Textos.
Doña Perfecta. Benito Pérez Galdós. Alianza / Cátedra / Castalia.
Casa desolada. Charles Dickens. Traducción de José Rafael Hernández Arias. Valdemar.
Guignol's Band. Louis Ferdinand Céline. Traducción de Carlos Manzano. Debolsillo.
El informe de Brodie. Jorge Luis Borges. Debolsillo.
Los días felices. Samuel Beckett. Traducción de Antonia Rodríguez Gago. Cátedra.
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