Yo no soy Charlie Hebdo
A los
periodistas de Charlie Hebdo se les aclama ahora justamente como
mártires de la libertad de expresión, pero seamos francos: si hubiesen
intentado publicar su periódico satírico en cualquier campus universitario
estadounidense durante las dos últimas décadas, no habría durado ni treinta
segundos. Los grupos de estudiantes y docentes los habrían acusado de
incitación al odio. La Administración les habría retirado toda financiación y
habría ordenado su cierre.
La
reacción pública al atentado en París ha puesto de manifiesto que hay mucha
gente que se apresura a idolatrar a quienes arremeten contra las opiniones de
los terroristas islámicos en Francia, pero que es mucho menos tolerante con
quienes arremeten contra sus propias opiniones en su país.
Fíjense si
no en todas las personas que han reaccionado de manera exagerada a las
microagresiones en los campus. La Universidad de Illinois despidió a un
catedrático que explicaba la postura de la Iglesia católica respecto a la
homosexualidad. La Universidad de Kansas expulsó a un catedrático por arremeter
en Twitter contra la Asociación Nacional del Rifle. La Universidad de
Vanderbilt retiró el reconocimiento a un grupo cristiano que insistía en que
estuviese dirigida por cristianos.
Puede que
los estadounidenses alaben a Charlie Hebdo por ser lo bastante valiente como
para publicar viñetas que ridiculizaban al profeta Mahoma, pero cuando Ayaan
Hirsi Ali es invitada al campus, suele haber peticiones de que se prohíban sus
intervenciones.
Así que
esta podría ser una ocasión para aprender algo. Ahora que nos sentimos tan
apenados por la masacre de esos escritores y directores de periódico en París,
es un buen momento para adoptar una postura menos hipócrita hacia nuestras
propias figuras controvertidas, provocadoras y satíricas.
Supongo
que lo primero que hay que decir es que, independientemente de lo que uno haya
publicado en su página de Facebook este viernes, es inexacto que la mayoría de
nosotros afirmemos “Je suis
Charlie Hebdo” o “Yo soy Charlie Hebdo”. La mayoría de nosotros no
practicamos de verdad esa clase de humor deliberadamente ofensivo en la que
está especializada ese periódico.
Puede que
hayamos empezado así. Cuando uno tiene 13 años, parece atrevido y provocador épater
la bourgeoisie [escandalizar
a la burguesía], meterle el dedo en el ojo a la autoridad, ridiculizar las
creencias religiosas de otros. Pero, al cabo de un tiempo, nos parece pueril.
La mayoría de nosotros pasamos a adoptar puntos de vista más complejos sobre la
realidad y más comprensivos con los demás. (La ridiculización se vuelve menos
divertida a medida que uno empieza a ser más consciente de su propia y
frecuente ridiculez). La mayoría tratamos de mostrar un mínimo de respeto hacia
las personas con credos y fes diferentes. Intentamos entablar conversaciones
escuchando en vez de insultando. Pero, al mismo tiempo, la mayoría de nosotros
sabemos que los provocadores y otras figuras estrafalarias cumplen una función
pública útil. Los humoristas y los caricaturistas exponen nuestras debilidades
y vanidad cuando nos sentimos orgullosos. Minan el autobombo de los
triunfadores. Reducen la desigualdad social al bajar a los poderosos de su
pedestal. Cuando son eficaces, nos ayudan a enfrentarnos a nuestras flaquezas
en grupo, ya que la risa es una de las experiencias cohesivas por antonomasia.
Es más,
los expertos en provocación y ridiculización ponen de relieve la estupidez de
los fundamentalistas. Los fundamentalistas son gente que se lo toma todo al pie
de la letra. Son incapaces de adoptar puntos de vista diversos. Son incapaces
de ver que, aunque su religión pueda ser digna de la más profunda veneración,
también es cierto que la mayoría de las religiones son un tanto extrañas. Los
humoristas señalan a quienes son incapaces de reírse de sí mismos y nos enseñan
a los demás que probablemente deberíamos hacerlo también. En resumen, al pensar
en quienes provocan y ofenden, deseamos mantener unas normas de civismo y
respeto y, al mismo tiempo, dejar espacio a esos tipos creativos y desafiantes
que no tienen las inhibiciones de los buenos modales y el buen gusto.
Cuando se
intenta combinar este delicado equilibrio con las leyes, las normas sobre el
discurso y los ponentes vetados, se acaba teniendo una censura pura y dura y
unas conversaciones acalladas. Casi siempre es un error tratar de silenciar el
discurso, fijar normas sobre él y cancelar las invitaciones de los ponentes.
Por
suerte, los modales sociales son más maleables y flexibles que las normas. La
mayoría de las sociedades han logrado mantener ciertas reglas de civismo y
respeto a la vez que han dejado la vía abierta a quienes son divertidos,
descorteses y ofensivos.
En la
mayoría de las sociedades, los adultos y los niños comen en mesas separadas. La
gente que lee Le Monde o las publicaciones institucionales se
sienta a la mesa de los adultos. Los bufones, los excéntricos y las personas
como Ann Coulter y Bill Maher están en la mesa de los niños. No se los
considera del todo respetables, pero se los escucha porque, con su estilo de
misil descontrolado, a veces dicen cosas necesarias que nadie más dice.
Las
sociedades sanas, en otras palabras, no silencian el discurso, pero conceden un
estatus diferente a los distintos tipos de personas. A los eruditos sabios y
considerados se los escucha con gran respeto. A los humoristas se los escucha
con un semirrespeto desconcertado. A los racistas y a los antisemitas se los
escucha a través de un filtro de oprobio y falta de respeto. La gente que desea
ser escuchada con atención tiene que ganárselo mediante su conducta.
La masacre
de Charlie Hebdo debería
ser una oportunidad para poner fin a las normas sobre el discurso. Y debería
recordarnos que, desde el punto de vista legal, tenemos que ser tolerantes con
las voces ofensivas, aunque seamos selectivos desde el punto de vista social.
Traducción de News Clips.
© The New York Times.
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