Eudald Carbonell y Robert Sala nos presentan en este libro una curiosa perspectiva de la teoría evolutiva del ser humano. Éste se encuentra inmerso en un proceso de humanización todavía no acabado. Todas aquellas características propias de nuestra naturaleza animal suponen una regresión en este proceso. Por el contrario, nos humanizan todas aquellas aportaciones nuevas de este extraño ser que es el “homo sapiens”, con un desarrollo neurológico sin precedentes en la naturaleza que nos ha llevado a crear el lenguaje, y, por tanto, el pensamiento, la realidad, la ficción, y la conciencia de nosotros mismos y de nuestra finitud.
Así Eudald Carbonell y Robert Sala proponen como características animales, regresivas de tal proceso, las siguientes:
- El concepto de propiedad.
- El concepto de territorialidad, entendido como la necesidad de establecer fronteras y territorios.
- El establecimiento de jerarquías sociales, muy propio de los primates.
- La competitividad y la agresividad, muy relacionados con la supervivencia dentro del proceso de selección natural.
Obsérvese que todos ellos están ligados a la idea de Poder. En un momento del libro los autores llegan a decir:
Por el contrario, los autores del libro nos señalan como criterios del avance hacia la humanización:
- El conocimiento y su aplicación práctica; la inteligencia operativa, la tecnología.
- La socialización (en el sentido de distribución equitativa y puesta en común) de tal tecnología.
- Los procesos de igualdad entre sexos.
- Los procesos de integración de personas discapacitadas, la asistencia a personas enfermas y la socialización de tales procedimientos.
- El cuidado de las personas de mayor edad y la consecución de la vejez por parte de toda la población.
Es muy posible que esta mezcla de animalidad y humanidad en la que nos encontramos sea la que nos haga tan complejos y contradictorios, llegando a ser nosotros mismos nuestros peores enemigos. Josep Pla, en su libro ‘Cartas de lejos’, llega a decir:
“Ésta es la mejor época, querido amigo, para correr mundo. Las lechugas tienen un hilo tenue de frescura de nieve; la carne a la brasa está sanguinolenta y azul; el diente, aguzado, y el paladar afilado y abundante. El cielo, alto y glorioso, se esfuma a todas horas, el aire es suave. El sol es tibio y el vientecillo trae un ramalazo de hinojo, de romero, de esparraguera. En las acequias hay un hilillo de agua, brotan los berros de los márgenes, se afinan los espárragos. En los huertos, las habas asoman el ojo y la oreja de liebre asustada. Los almendros son de color de rosa. Los manzanos tienen una pelusilla de carmín, tornasolada. Los detalles de las hierbas se dibujan con una ternura perfilada y da gusto reseguir la caligrafía de las plantas. El mar, lejano, verde y azul, poblado de formas vagas, va pasando. Todo es infinitamente más consolador que asistir a las representaciones de éste mundo, a la vana demencia ornitológica, gótica y gibosa, del material humano.”
Que Dios nos coja confesados.
¡Que confesados nos coja!
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